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Los Siete Ahorcados y Otros Cuentos - Андреев Леонид Николаевич - Страница 73


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el turista gordo.—¡Lo hago por vosotros, majadero! ¿Piensas que a mí me divierte eso?

la segunda muchacha.—¡Papá: Macha cierra los ojos!

el segundo colegial.—¡Yo también estoy hecho polvo! Ni por la noche descanso ya; me la paso soñando que soy el Judío Errante.

el turista gordo.—¡A callar, Petka!

el primer colegial.—¡Me he quedado en los huesos! ¡No puedo más, papá! Antes prefiero ser zapatero o porquero que turista.

el turista gordo.—¡A callar, Sacha!

el primer colegial.—¡No caerá hoy, papá, no caerá hoy! ¡No te hagas ilusiones!

la primera muchacha. ( Melancólica.)—¡Ya va a caer, papá!

El desconocido dice algo, a gritos, que no se entiende.

Expectación general.

voces.—¡Mirad! ¡Ya va a caer!

Los espectadores miran con los prismáticos al desconocido.

Los portakodaks preparan sus máquinas.

un fotógrafo.—¡Diablo! ¿Qué es esto?

otro fotógrafo.—Compañero, tiene usted cerrado el objetivo...

el primer fotógrafo.—¡Ah, sí! Con las prisas se me había olvidado...

voces.—¡Silencio!... ¡Va a caer!... ¿Qué dice?... ¡Silencio!

el desconocido.—¡Socorro!

el turista gordo.—¡Pobre joven! ¡Qué terrible tragedia, hijos míos! Brilla el sol en el límpido cielo; susurra el viento entre los pinos y el desventurado, de un momento a otro, caerá y se matará. ¡Es horrible! ¿Verdad, Sacha?

el primer colegial.—¡Es horrible! ¿Verdad, Macha?... ¿Habéis comprendido? Brilla el sol, la gente come y bebe, cantan los pajarillos y el desventurado... Katia, ¿recuerdas Hamlet?

la segunda muchacha.—Sí; Hamlet, el príncipe de Dinamarca, en Frankfurt...

el turista gordo.—¿En Frankfurt?

el segundo colegial. ( Enojado.)—En Helsingfors. ¡Déjanos en paz, papá!

el primer colegial.—¡Mejor sería que nos comprases unos emparedados!

el vendedor del peine. ( Con tono misterioso.)—Un peine de tortuga. ¡Es auténtico!

el turista gordo. ( En voz baja y con expresión de conspirador.)—¿Es robado?

el vendedor del peine.—¡No, Señor!

el turista gordo.—Si no ha sido robado, no puede ser de tortuga. ¡Fuera!

la señora agresiva. ( Con entonación benévola.)—¿Los cinco son hijos de usted?

el turista gordo.—Sí, señora... Los deberes paternales... Pero, como habrá comprobado, no se dejan educar. ¡Es el eterno conflicto entre los padres y los hijos! Macha, ¡no cierres los ojos! ¡Qué terrible tragedia, señora!

la señora agresiva.—Tiene usted razón; hay que educar a los hijos. Mas, ¿por qué dice que esto es una terrible tragedia? Los albañiles se caen, a veces, de enormes alturas. El saliente donde se halla ese joven estará a poco más de cien metros del suelo. Yo he visto caer del cielo a un hombre.

el turista gordo. ( Muy complacido.)—¿Del cielo?... ¿Oís eso, hijos míos? ¡Del cielo!

la señora agresiva.—Sí; era un aviador. Cayó, desde las nubes, sobre un tejado de cinc.

el turista gordo.—¡Qué horror!

la señora agresiva.—¡Eso sí que es una tragedia! Tuvieron que echarme agua durante dos horas, con una bomba, para hacerme recobrar el conocimiento. Desde entonces jamás se me olvida el amoníaco.

Se presenta un grupo de músicos y cantantes italianos trotamundos. El tenor —un hombrecillo grueso, de perilla roja y ojos de expresión estúpida y lánguida— canta con voz dulzona. El barítono, flaco y corcovado, de voz aguardentosa, tiene la gorra de jockey echada hacia atrás. El bajo, con aspecto de bandido, toca la mandolina. Y la tiple —muchacha delgada y de grandes y movedizos ojos— el violín.

Los italianos.— Sul mare lucido, L’astro d’argento, Placida é Tonda, Prospero é il vento, Venite all’agite... Barchetta mia... Santa Lucia...

macha. ( Melancólica.)—¡Mueve los brazos!

el turista gordo.—Acaso los mueva influenciado por la música.

la señora agresiva.—Es muy posible. Pero esto quizá le haga caer antes de tiempo. ¡En, músicos, váyanse!

Haciendo enérgicos gestos, llega un turista alto y bigotudo, acompañado de algunos curiosos.

el turista alto.—¡Esto clama al cielo! ¿Por qué no se le salva? Ha pedido socorro; lo habrán oído ustedes, señores.

Los curiosos. ( A coro.)—¡Sí, lo hemos oído!

el turista alto.—Yo también le he oído gritar, con todas sus letras: "¡Socorro!" Así, pues, ¿por qué no se le salva? ¿Qué hacen ustedes aquí?

el primer guardia.—Vigilar el sitio donde se calcula que va a caer.

el turista alto.—Perfectamente. Pero, ¿por qué no le salvan ustedes? ¿Dónde está su amor al prójimo? Si un hombre pide socorro, hay que socorrerle, ¿no es cierto, señores?

Los curiosos. ( A coro.)—¿Qué duda cabe? ¡Hay que socorrerle!

el turista alto. ( Con énfasis.)—No somos paganos; somos cristianos y nuestro deber es amar al prójimo. Pide socorro y, para salvarle, hay que tomar todas las medidas al alcance de la Administración. Guardias: ¿se han tomado todas las medidas?

el primer guardia.—Sí, Señor.

el turista alto.—¿Todas? ¿Completamente todas? Muy bien. Señores, se han tomado todas las medidas. Joven ( dirigiéndose al desconocido), todas las medidas conducentes a su salvamento han sido tomadas. ¿Oye usted?

el desconocido. ( Con voz apenas audible.)—¡Socorro!

el turista alto. ( Conmovido.)—¿Oyen ustedes, señores? Otra vez pide socorro. ¿Lo han oído ustedes, guardias?

uno de los curiosos. ( Con timidez.)—En mi opinión, hay que salvarle.

el turista alto.—Hace dos horas que lo estoy diciendo. Guardias: ¡esto clama al cielo!

el mismo curioso. ( Con un poco más de atrevimiento.)—A mi parecer, lo oportuno es dirigirse a la Administración superior.

Los demás curiosos. ( A coro.)—¡Sí, hay que elevar una queja! ¡Esto es intolerable! ¡El Estado no debe abandonar a los ciudadanos en los momentos de peligro! ¡Todos pagamos contribuciones! ¡Hay que salvarle!

el turista alto.—No dejo de decirlo. Sin duda, hay que elevar una queja. Diga, joven: ¿paga usted las contribuciones?... ¿Qué? ¡No le entiendo!

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