Los Siete Ahorcados y Otros Cuentos - Андреев Леонид Николаевич - Страница 72
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la niña.—Una partida de ajedrez que está jugando con un señor.
la señora.—¡Dile que si tarda le quitarán el sitio!
Una señora alta y delgada, de aire resuelto y agresivo, le disputa el sitio a un turista. Este es hombre bajito y apocado y se defiende débilmente. La señora, sin embargo, le acomete con verdadera furia.
el turista.—Pero señora, éste es mi sitio; hace dos horas que lo ocupo.
la señora agresiva.—Y a mí qué me cuenta usted. Yo quiero ponerme ahí porque así veré mejor. ¡Y no hay más que hablar!
el turista. ( Con timidez.)—Yo también quiero estar aquí para ver mejor...
la señora agresiva. ( Con tono despectivo.)—¡Usted qué entiende de eso!
el turista.—¿De qué? ¿De caídas?
la señora agresiva. ( Con burla.)—Sí, señor; de caídas. ¿Ha presenciado usted muchas? Yo he visto caer a tres hombres; a dos acróbatas, a un funámbulo y a tres aviadores.
el turista.—Esos son seis hombres; no tres.
la señora agresiva. ( Remedando, con sarcasmo, a su interlocutor.)—¡Esos son seis hombres; no tres! ¡Adiós, Pitágoras!... ¿Ha visto usted a un tigre descuartizar a una mujer?
el turista. ( Con tono humilde.)—No, señora...
la señora agresiva.—Me lo figuraba. Pues yo sí. ¡Con mis propios ojos!... Déjeme el sitio; se lo ruego.
El turista, avergonzado, se levanta, encogiéndose de hombros. La señora, radiante de alegría, se acomoda en la peña tan audazmente conquistada y deja a sus pies la redecilla, el pañuelo, las pastillas de menta y el frasco de sales. Después se quita los guantes y limpia los cristales de los prismáticos, mirando benévolamente a sus vecinos.
la señora agresiva. ( Dirigiéndose a la señora cuyo esposo se encuentra en el bar.)—Debería sentarse, señora. Le dolerán a usted las piernas...
la señora.—¡Las tengo deshechas, señora!
la señora agresiva.—Los hombres son en la actualidad tan mal educados que nunca le dejan el sitio a una mujer... Habrá usted traído pastillas de menta...
la señora. ( Preocupada.)—No. ¿Es que debía haberlas traído?
la señora agresiva.—¡Claro! El mirar mucho rato hacia lo alto marea... Amoníaco sí habrá traído usted... ¿Tampoco? ¡Qué descuido, Dios mío! Cuando caiga ese joven, se desmayará usted, como es natural, y se necesitará amoníaco para hacerla recobrar el conocimiento. ¿No ha traído, al menos, un poco de éter?... No, ¿eh?... Y puesto que usted es... así, su esposo... ¿Dónde está su esposo?
la señora.—En el bar.
la señora agresiva.—¡Qué sinvergüenza!
el primer guardia.—¿De quién es esta marinera? ¿Quién la ha dejado aquí?
el niño.—Yo.
el primer guardia.—¿Para qué?
el niño.—Para que el pobrecito se haga menos daño cuando caiga.
el primer guardia.—¡Llévatela!
Muchísimos turistas, provistos de kodaks, se disputan los sitios que son fotográficamente estratégicos.
el primer portakodak.—Necesito este lugar.
el segundo portakodak.—Usted lo necesita, pero yo lo ocupo.
el primer portakodak.—Usted lo ocupa desde hace un momento, pero yo hacía dos días que lo ocupaba.
el segundo portakodak.—Si no lo hubiera abandonado o, por lo menos, al marcharse, hubiese usted dejado su sombra...
el primer portakodak.—¡Llevaba dos días sin comer, caballero!
el vendedor del peine. ( Con tono misterioso.)—¡Un auténtico peine de tortuga!
el primer portakodak. ( Encolerizado.)—¡Váyase usted a hacer gárgaras!
el tercer portakodak.—¡Señora, por Dios! ¡Que se ha sentado sobre mi máquina fotográfica!
una señora pequeñita.—¿De veras? ¿Dónde está?
el tercer portakodak.—¡Debajo de usted, señora!
la señora pequeñita.—¿Ah, sí? ¡Estaba tan cansada! Ya notaba algo raro... Ahora lo comprendo.
el tercer portakodak. ( Con acento desesperado.)— ¡Señora!...
la señora pequeñita.—¡Qué dura es su máquina! Yo pensaba que era una peña. ¡Tiene gracia!
el tercer portakodak. ( Angustiado.)—¡Señora, le suplico!...
la señora pequeñita.—¡Es una máquina tan grande! ¿Cómo iba yo a imaginar?... Retráteme usted, ¿quiere?... Me agradaría retratarme en la montaña.
el tercer portakodak.—Pero, ¿cómo quiere que la fotografíe si continúa usted sentada en la máquina?
la señora pequeñita. ( Levantándose, asustada.)—¿Por qué no me lo dijo usted?... ¿Retrata sola?
voces.—¡Mozo, cerveza!... ¡Llevo una hora aguardando a que me sirvan!... ¡Mozo! ¡Mozo! ¡Un palillo de dientes!
Llega, jadeante, un turista gordo rodeado de numerosa familia.
el turista gordo. ( Gritando.)—¡Macha! ¡Sacha! ¡Porcia! ¿Dónde está Macha? ¿Dónde demonios se ha metido Macha?
un colegial. (Con tono de enfado.)—Está aquí, papá.
el turista gordo.—¿Dónde?
una muchacha.—¡Aquí, papá, aquí!
el turista gordo. ( Volviéndose.)—¡Ah!... ¡Qué manía de ir siempre detrás de mí! Míralo, míralo... Allí arriba, en la roca. Pero, ¿a dónde miras?
la muchacha. ( Melancólica.)—¡No sé, papá!
el turista gordo.—¡Todo le da miedo! En cuanto el tiempo es tempestuoso, cierra los ojos y no los abre hasta que pasa la tormenta. ¡Jamás ha visto un relámpago, señores! ¡Como lo oyen ustedes!... ¿Ves a ese desdichado joven? ¿Lo ves?
el colegial.—Sí, papá; lo veo.
el turista gordo. ( Al colegial.)—Ocúpate de ella. ( Con tono de profunda piedad.) ¡Pobre joven! ¡Tal vez caiga de un momento a otro! ¡Mirad, hijos míos, lo pálido que está! ¿Veis qué peligroso es trepar por las rocas?
el colegial. ( Con triste escepticismo.)—¡No caerá hoy, papá!
el turista gordo.—¡Qué bobada! ¿Quién te lo ha dicho?
la segunda muchacha.—Papá: Macha cierra los ojos.
el colegial.—Déjame sentarme un rato, papá; te aseguro que no caerá hoy. Me lo ha dicho el portero del hotel... Estoy cansadísimo; nos pasamos todo el día visitando museos, armerías...
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