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Los Siete Ahorcados y Otros Cuentos - Андреев Леонид Николаевич - Страница 66


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Iurasov rechinaba los dientes y, forzado a la inmovilidad, meditaba. ¿Qué debía hacer? Tirarse de un salto, yendo el tren a aquella velocidad, era imposible; por otra parte, hasta la primera estación faltaba un buen trecho; había pues que seguir adelante y aguardar. Mientras los sabuesos registraban todos los coches, podía ocurrir algo. Si entretanto llegasen a aquella estación yaflojase la marcha, podría tirarse. Cabía también entrar por la primera puerta tranquilamente, sonriendo para no parecer sospechoso, teniendo a mano un cortés y persuasivo «Perdón»; pero en el semioscuro coche de tercera había tanta gente y tan confundida en aquel caos de sacos, baúles y piernas estiradas, que perdía las esperanzas de llegar hasta la salida, y le asaltaba un nuevo e inesperado sentimiento de miedo. ¿Cómo abrirse paso por entre aquella muralla? Los viajeros dormían, pero sus piernas extendidas le obstruían el paso. Aquellas piernas salían, no se sabía de dónde colgaban sobre el suelo, cruzándose de un banco al otro, abriéndose cual si fuesen plegables y terriblemente hostiles en su afán por volver al sitio anterior y a su postura primitiva. Se aflojaban y se estiraban como resortes, empujando brutalmente a Iurasov e infundiéndole espanto con su absurda y amenazante oposición. Por fin llegó a la puerta: se la cerraban como dos barras de hierro dos pies calzados con botas descomunales, malignamente extendidos, apuntando a la puerta, apoyándose en ella, plegándose cual si no tuvieran huesos. Apenas si dejaban un angosto resquicio para que pasase Iurasov. Además aquella no era la plataforma sino otro compartimiento del mismo coche, atestado de objetos apilados y de miembros humanos, como desarticulados. Cuando, agachándose como un toro, logró llegar por fin a la plataforma, sus ojos miraron estúpidamente, con el oscuro terror del animal acosado, que no comprende por qué lo persiguen. Respiraba afanoso, aguzando el oído y percibiendo entre el ruido de las ruedas el de sus perseguidores que se acercaban. Venciendo su terror, empezó a correr hacia la oscura y silenciosa puerta. De nuevo, allí, la misma lucha de antes, la misma absurda y amenazante oposición de los malignos pies humanos. En el coche de primera, en el angosto corredorcillo, se agolpaban en las ventanillas abiertas una pandilla de viajeros que sin duda alguna no tenían sueño. Una señorita joven, con los cabellos rizados, miraba por una ventanilla. El aire agitaba los visillos y echaba hacia atrás los bucles de la señorita. Iurasov pensó que el aire olía a pesados perfumes ciudadanos, artificiales.

Pardon! —decía con finura—. Pardon!

Los caballeros, lentamente y de mala gana, se encogían, mirando con malos ojos a Iurasov; la señorita de la ventanilla ni le oía, mientras que otra señora, burlona, le daba golpecitos en el hombro. Finalmente, se volvió y, antes de dejar paso, se quedó mirándole largo rato con unos ojos terribles. En sus ojos había una noche oscura y su fruncido ceño parecía poner en duda si dejaría pasar o no a aquel caballero.

Pardon! —repetía Iurasov con tono implorante.

Por fin la señorita vestida de crujiente traje de seda se replegó de mala gana contra la pared.

Luego, otra vez aquellos terribles coches de tercera; diez, ciento, le parecía a Iurasov que había recorrido; por fin, llegó a la plataforma. Más allá nuevas puertas inflexibles y piernas apretadas, malignas y bestiales. Y al final, ¡la última plataforma! y ante él la oscura y sorda muralla del coche de equipajes. Por un momento Iurasov desfallece. Siente como la pared fría y dura contra la cual se apoya lo repele con suavidad e insistencia. Lo repele y empuja, cual si estuviese viva, cual un astuto y cauto enemigo que no se atreve a atacar abiertamente. Todo cuanto ha sentido y visto Iurasov, se entreteje en su cerebro formando un solo y bárbaro cuadro de enorme e implacable acoso. Le parece como si todo aquel mundo que él tenía por indiferente y ajeno se levantase ahora y le persiguiese, resoplando de rabia. Todo lo que un momento antes parecía soñoliento y bostezante se alza ahora con todo su obstruyente volumen y se alarga tras él, saltando, galopando y atropellando todo cuanto encuentra en su camino. Él solo... y ellos miles, millones, todo el mundo; todos tras él y delante de él o por todas partes. No hay salvación contra ellos.

Los coches corren, traquetean furiosamente, empujan y semejan monstruos rabiosos de hierro, con piernecillas cortas, que avanzan y se posan cautamente en la tierra. En la plataforma reina la oscuridad y por ninguna parte asoma un destello de luz. Todo cuanto pasa ante los ojos es informe, confuso e incomprensible. Allí, detrás de unos cuantos coches, parece que rebullen tres hombres, quizá uno solo con el mismo sigilo. Tres o cuatro, con un farol, inspeccionan escrupulosamente a los viajeros. Y, con una parsimonia bárbara, grotesca y engorrosa, se dirigen finalmente hacia él. Ya abren la puerta..., ya llegan...

Con un supremo esfuerzo de voluntad, Iurasov se impone a sí mismo calma y, girando la vista lentamente, se encarama al techo del coche. Trepa por la estrecha pasarela de hierro que cierra la entrada y, encogiéndose, tiende los brazos hacia arriba; por un momento queda colgando sobre el vagón, vivo y maligno vacío, con las piernas zarandeadas por el frío viento. Resbalan sus manos en el férreo techo, se agarran al borde, y éste se dobla cual si fuera de papel; sus pies buscan cuidadosamente un sostén y sus botines amarillos, firmes como de madera, pugnan desesperados en torno al liso e igualmente firme poste. Por un momento, Iurasov tiene la sensación de que se va a caer a la vía. Pero ya en el aire, arqueando el cuerpo como un gato, cambia la dirección y consigue caer sobre la plataforma. Siente un fuerte dolor en las rodillas, cual si le hubieran dado un golpe con algo, y percibe el chasquido de la tela que se rasga. Se le ha enganchado y roto el paleto. Sin preocuparse del dolor, Iurasov se palpa el desgarrón, como si fuese lo más importante, mueve tristemente la cabeza y se muerde los labios...

Tras su infructuosa tentativa, desfallece y le entran ganas de tirarse al suelo, de llorar, de decir: «Cójanme si quieren». Ya está escogiendo el sitio donde ha de tenderse, cuando vuelven a su memoria aquellos coches y aquellos pies entrelazados y oye claramente los pasos de los hombres de los farolillos. Otra vez hace presa en su ánimo aquel absurdo y bestial pánico y se lanza a la otra plataforma como una pelota, de un extremo al otro.

Otra vez pugna, repitiendo inconscientemente su intento, por encaramarse al techo del vagón, cuando un clamor bronco, un ancho bostezo, entre silbido y grito, hiere sus oídos y apaga su conciencia. Es el silbido de la locomotora saludando a otro tren que pasa; pero Iurasov siente algo infinitamente espantoso, supremo en su terror, irrevocable. Como si el mundo lo rechazase y con todas sus voces lanzase un bronco clamor de: «¡Bravo!».

Y cuando de la sombra que se acerca, surge el fragor creciente de la réplica, cada vez más próximo, y sobre los carriles de la lustrosa vía se extiende el insinuante silbido del tren correo, Iurasov suelta la barra de hierro en que se apoya y de un salto se lanza al vacío, allí donde al alcance de la mano serpentean los iluminados carriles. Se lastima dolorosamente los dientes, se revuelca varias veces y, cuando alza la cara, con los bigotes encrespados y la boca desdentada, ve cernirse sobre él tres farolillos, tres vagas lucecillas tras cristales convexos.

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