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Los Siete Ahorcados y Otros Cuentos - Андреев Леонид Николаевич - Страница 65


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Se preguntaba las razones que le habían inspirado a hacer aquel viaje. Ahora, estaría sentado en El Progreso, bebiendo, charlando y riendo. Sintió odio contra aquélla a la que iba a ver, miserable y sucia compañera de su sucia vida. Era rica y traficaba con muchachas; le quería y le daba dinero, todo cuanto deseaba; pero él iba y le pegaba hasta hacerla sangrar, hasta hacerla chillar como un marranillo. Después se emborrachaba y se echaba a llorar, se apretaba el gañote y cantaba entre sollozos:

Melanya mía...

Pero ya las ruedas no cantaban. Cansadas, como niños enfermos, giraban quejumbrosas y se diría que se apretaban unas contra otras, buscando mimo y paz. A lo lejos, brillaba el resplandor de las luces de la estación y, desde allí, juntamente con el tibio y fresco aire de la noche, llegaban volando los suaves y tiernos ecos de una música. Pasó la pesadilla y, con la habitual ligereza del hombre que no tiene lugar en la tierra, Iurasov se olvidó de ella, emocionado, y aguzó el oído percibiendo una conocida melodía.

—¡Están bailando! —dijo y sonrió animado.

Luego, con ojos placenteros miró en torno suyo y se restregó las manos.

—¡Están bailando! ¡El diablo me lleve! ¡Están bailando!

Enarcó los hombros e, instintivamente, se puso a marcar el compás de aquel baile sintiendo el ritmo. Era muy amigo del baile y cuando bailaba se volvía bueno, cariñoso y tierno. Ya no era ni el alemán Heinrich Walter ni Fiodor Iurasov, sino un tercer personaje que nadie conocía.

—¡Están bailando! ¡Ay, así el diablo me lleve! —repitió.

IV

El baile se celebraba junto a la misma estación. Lo habían organizado los vecinos de las datchas; habían traído músicos y habían encendido farolillos rojos alrededor de la plaza, ahuyentando las sombras de la noche hasta las copas de los árboles. Estudiantes, señoritas con trajes claros y algunos oficialillos jóvenes con espuelas —si no eran muchachos disfrazados de tales— daban vueltas por la amplia explanada, levantando la arena con los pies y dejando flotar faldas al aire. A la luz vacilante de los farolillos, todas aquellas figuras parecían hermosas.

El tren se detuvo cinco minutos y Iurasov se metió en el corro de los curiosos que formaban un oscuro y opaco anillo rodeando la plaza y apretándose tras la alambrada. Algunos sonreían en forma extraña y cautelosa; otros se mostraban mohínos y tristes, con esa especial y pálida tristeza que suele inspirar a la gente el espectáculo de la alegría ajena. Pero Iurasov estaba alegre; miraba a los danzantes con ojos inspirados, de entendido, y los animaba dando pataditas suaves en el suelo. De pronto, decidió:

—No sigo adelante. ¡Me quedo a bailar!

Dos personas se destacaron del corro, empujando indolentemente al gentío, eran una señorita vestida de blanco, y un joven corpulento, casi tan alto como Iurasov.

A éste le pareció, sin género de duda, que la muchacha irradiaba claridad: tan blanco era su traje y tan negras sus cejas sobre su blanco rostro. Con la convicción del hombre que baila bien, Iurasov siguió a la pareja y preguntó:

—¿Quieren decirme, por favor, dónde se despachan los billetes para el baile?

El jovencito se volvió, examinó a Iurasov con una severa mirada y respondió:

—Es un baile particular.

—Yo voy de viaje. Me llamo Heinrich Walter.

—Bien, ya le he dicho que es un baile sólo para nosotros.

—Yo me llamo Heinrich Walter; Heinrich Walter.

—¡Y yo le he dicho...!

El joven se detuvo, amenazante; pero la señorita del traje blanco se lo llevó.

¡Si se hubiese detenido a mirar a Heinrich Walter! Pero ni siquiera le miró. Blanca y luminosa, como una nube ante la luna, brilló largo rato en la sombra y, sin ruido, se sumió en ella.

—¡No me hace falta! —murmuró tras de ellos Iurasov con altivez.

Pero su alma se quedó tan blanca y fría como si sobre ella hubiese nevado.

El tren seguía todavía parado por alguna razón y Iurasov se puso a ir y venir a lo largo de los coches, guapo, serio y estirado en su glacial desesperación. Ahora nadie le hubiera tomado por un ratero tres veces procesado por robo y con varios meses de presidio cumplidos.

Volvió a sonar la música y, en medio de sus triviales sones Iurasov pudo escuchar a ráfagas, un extraño e inquietante diálogo que le hizo aflojar el paso y aguzar el oído:

Un pasajero preguntó:

—Oiga usted, conductor: ¿por qué no sigue el tren?

El conductor, indiferente, respondió:

—Cuando se detiene, por algo será. A lo mejor el fogonero se ha ido al baile.

El pasajero se echó a reír y Iurasov siguió paseando. Pero al volver de su paseo, oyó decir al conductor:

—Parece que viene en este tren.

—Pero ¿quién lo ha visto?

—Verlo, nadie lo ha visto. Pero lo ha dicho el gendarme...

—El gendarme, ¿qué sabe? Todos ellos son unos estúpidos...

Sonó la campanilla y Iurasov tuvo un minuto de indecisión. Por aquella parte del baile pasó la señorita de blanco colgada del brazo de alguien. Iurasov cruzó la plaza y subió al tren.

V

Empujando con la portezuela a Iurasov y sin reparar en él, el conductor bajó rápidamente al andén con un farolillo, y subió al siguiente vagón. Ni sus pasos ni los portazos que daba se oían en medio del fragor del tren, pero toda su vaga y escurridiza figura, con sus bruscos movimientos, daba la impresión de un alarido momentáneo, secamente cortado. Iurasov sintió frío, y algo surgió rápidamente en su imaginación. Como un fuego, prendió en su corazón y en todo su cuerpo una terrible idea: le habían cazado. Le habían visto, le habían reconocido, habían telegrafiado y ahora andaban buscándole por los coches. Aquel individuo de que tan enigmáticamente hablaba el conductor era él, Iurasov. ¡Y qué cosa tan horrible reconocerse a sí mismo en aquel impersonal «él» del que hablaban gentes subalternas, desconocidas!

Y ahora seguían hablando de ély lebuscaban. Parecían venir del último coche; lo adivinaba con el husmeo de la fiera experta. Tres o cuatro individuos, con sendos faroles, estaban examinando a los viajeros, mirando por los rincones oscuros, despertando a los dormidos, cuchicheando entre sí y, paso tras paso, con gradación fatal, con inexorable ineluctabilidad, acercándose a él, a Iurasov, a él, que estaba parado en el estribo y aguzaba el oído, alargando el cuello. Mientras, el tren seguía corriendo con feroz velocidad. Las ruedas no cantaban ni hablaban. Gritaban con voces de hierro, cuchicheaban furtiva y secamente y chillaban con el bárbaro ímpetu de la ira como si azuzasen a una jauría de perros desvelados.

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