Los Siete Ahorcados y Otros Cuentos - Андреев Леонид Николаевич - Страница 64
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Iurasov recordaba que el día anterior, a la misma hora, estaba sentado en el restaurante El Progreso sin pensar para nada en aquellos campos y, sin embargo, ellos estaban allí, igual que hoy, igual de plácidos y de lindos.
La noche anterior, en tanto Iurasov estaba sentado en El Progreso —bebiendo vodka y mirando el acuario en que nadaban unos pececillos desvelados— seguían allí con la misma profunda serenidad aquellos abedules, cubiertos por la bruma que los envolvía por todos lados.
Con la extraña idea de que sólo la ciudad era real y todo aquello era una fantasmagoría y pensando que si cerraba los ojos y luego los abría ya todo habría desaparecido, Iurasov frunció el entrecejo y se sosegó. Se sintió luego tan a gusto y en una disposición de ánimo tan insólita, que ya no sintió deseos de abrir los ojos. Sus pensamientos se borraron y con ellos sus dudas y su sorda y cortante inquietud. Su cuerpo, de modo maquinal y grato, se mecía al compás del vaivén del coche. Iurasov soñaba vagamente y se imaginaba que de sus mismos pies y de su cabeza inclinada, que sentía con inquietud la fofa vacuidad del espacio, arrancaba un verde y hondo abismo, henchido de dulces palabras y de tímidas y discretas caricias. Y, cosa rara, le parecía como si allá lejos estuviese cayendo una lluvia mansa y tibia.
El tren aflojó su marcha y se detuvo un momento, un minuto. De repente, por todos lados, Iurasov se sintió envuelto en una paz inmensa, inabarcable, fabulosa cual sino fuera un minuto el tiempo de aquella parada, sino años, diez años, una eternidad. Por fin, todo se volvió silencioso.
Cual avergonzado él mismo de su fragor, el tren se puso de nuevo en marcha, ahora silenciosamente, y sólo a una versta del tranquilo andén, cuando sin dejar huella se metió por el verde bosque y los campos, volvió a dejar oír libremente su estruendo. Iurasov, emocionado, contempló la explanada, se atusó maquinalmente los bigotes, miró al cielo con los ojos brillantes y, ávidamente, se apretó contra la baranda del coche, por el lado en que el sol, rojo y enorme, daba de plano sobre el horizonte. Encontraba algo, comprendía algo que siempre se le había escapado haciendo que la vida le resultase absurda y pesada.
—Sí, sí —afirmó, serio y preocupado, moviendo con energía la cabeza—, no hay duda que así es. ¡Sí..., sí!
Mientras, las ruedas del tren confirmaban con múltiples voces: «Desde luego, así es. ¡Sí, sí!». Y como si así fuere y se impusiese no hablar, sino cantar, Iurasov se puso a canturrear; primero bajito; luego cada vez más alto, hasta fundir su voz con el fragor y el traqueteo del tren. El compás de aquel canto lo marcaba el vaivén de las ruedas; pero la melodía era una ondulante y diáfana onda de sonidos.
Iurasov cantaba mientras el purpúreo matiz del sol poniente le ardía en la cara, en su paletó de paño inglés y en sus botines amarillos. Cantaba, despidiéndose del sol, y su canción era cada vez más triste, como si el pájaro sintiera la sonora amplitud del celestial espacio, se estremeciera a impulsos de una tristeza ignorada y llamase a alguien.
Cuando el sol acabó de ponerse, una gris telaraña cayó sobre la tierra y el cielo. También cayó sobre su rostro, proyectó en él los últimos destellos de poniente y murió.
III
Llegó el revisor y, groseramente, le dijo a Iurasov:
—No se puede estar en la plataforma. Pase adentro, al coche.
Luego se fue malhumorado, dando un portazo. Con el mismo mal humor, Iurasov le lanzó a la espalda un «¡Estúpido!».
Le pareció entonces que todo aquello venía de allí, de las personas decentes. Y de nuevo se sintió el alemán Heinrich Walter ofendido e irritado. Se encogió altivamente de hombros y le dijo a un imaginario y grave caballero: «¡Oh, qué soez! Todo el mundo se sale a la plataforma y ahora el revisor dice que no se puede estar aquí. ¡El diablo que lo entienda!»
Llegó luego otra parada rodeada de un súbito y poderoso silencio. Ahora, de noche, la hierba y el bosque despedían un olor aún más intenso y la gente que pasaba no parecía ya grotesca y pesada como antes; una diáfana penumbra los cubría. Incluso dos mujeres, que aparecieron con unos trajes claros, daban la impresión que volaban como cisnes en vez de andar. De nuevo surgieron aquel bienestar y aquella tristeza y otra vez le entraron a Iurasov ganas de cantar, pero no oía su propia voz y en su lengua se revolvían palabras superfluas y desabridas. Tenía ganas de meditar y de llorar un llanto grato y sin consuelo. Al mismo tiempo imaginaba estar en compañía de un caballero respetable, con el que hablaba con claridad y precisión.
Los oscuros campos pensaban de nuevo en algo suyo y se volvían incomprensibles, fríos y extraños. Las ruedas se movían sin sentido y parecía como si se enredasen unas con otras. Algo se atravesaba entre ellas y rechinaba con recio estridor, algo chapoteaba a intervalos; era una cosa semejante al andar de una tropa de individuos borrachos, estúpidos, que no atinasen con el camino. Luego, aquellos individuos empezaban a reunirse en grupos, se reorganizaban y se ponían brillantes trajes de café cantante. Después avanzaban y, todos al mismo tiempo, cantaban a coro con sus voces de borrachos:
Melanya mía la de los ojazos...
Tan abominablemente viva recordaba Iurasov aquella copla que había oído en todos los parques públicos y que cantaban sus compañeros, que quiso librarse de ella como si se tratase de algo vivo o de una piedra lanzada desde una esquina. Tan feroz poder tenía aquella letra absurda, bárbara y procaz, que todo el largo tren con su centenar de girantes ruedas, parecía ponerse a corearla:
Melanya mía, la de los o... ja... zos...
Algo informe y monstruoso, vago y pegajoso, con miles de gruesos labios, se le echaba encima, le besuqueaba con besos húmedos y sucios y reía. Rugía con miles de gargantas, silbaba, golpeaba y se plantaba en la tierra como rabioso. Iurasov se imaginaba las ruedas como unas varas anchas y redondas que, por entre risas interminables, fundidas en el torbellino de la embriaguez, golpeteaban:
Melanya mía, la de los o... ja... zos...
Sólo los campos callaban. Fríos y serenos, hondamente sumidos en su alma pura y solemne, no sabían nada de la remota ciudad de piedra de los hombres y permanecían ajenos a sus almas, desasosegadas y turbadas por penosos recuerdos. El tren llevaba a Iurasov hacia delante mientras aquella procaz y absurda copla le llevaba atrás, a la ciudad, tirando de él grosera y feroz, como de un presidiario que intenta fugarse y al que detienen en los umbrales del penal. Todavía forcejea, todavía tiende los brazos al amplio y dichoso espacio; pero ya en su cabeza se levantan, como una fatalidad ineludible, los crueles cuadros del cautiverio entre los pétreos muros y los férreos cerrojos.
Si hubiera estado durmiendo mil años y luego se hubiese despertado en un nuevo mundo y entre gente nueva, no se habría sentido tan sólo, tan extraño a todo, como ahora. Hacía por evocar en su memoria algo próximo y amable, pero no podía, y la insolente copla seguía rebulléndose en su esclavizado cerebro y levantaba en él tristes y dolorosos recuerdos, que proyectaban sombra sobre toda su vida.
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