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Scaramouche - Sabatini Rafael - Страница 41


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Est? claro -escrib?a Andr?-Louis en aquellos d?as- que todos son como el se?or de La Tour d'Azyr. Nunca me hab?a percatado de hasta qu? punto los de su ralea pululan en Francia. Casi podr?a simbolizarse a la nobleza en ese tipo de matasiete dispuesto a atravesar con su espada a cualquiera que se le oponga. Pues tal es el m?todo empleado. Despu?s de la farsa de la primera Asamblea, los del Tercer Estado se reunieron diariamente en el sal?n de los Menus Plaisirs, en Versalles, pero nada pod?an hacer, ya que los privilegiados se negaban a reunirse con ellos para la com?n y p?blica verificaci?n de poderes indispensable como paso preliminar para crear una Constituci?n. En su fantas?a, los privilegiados pensaron que as? el Tercer Estado ir?a a menos hasta desintegrarse. El absurdo espect?culo de aquel Tercer Estado, impotente e in?til desde un principio, provocaba muchas risas en el Comit? Polignac dominado por la necia reina.

As? empez? la guerra entre los privilegiados y la corte contra la Asamblea y el pueblo.

Los miembros del Tercer Estado se conten?an y esperaban con su tradicional paciencia. Esperaron un mes, mientras la paralizaci?n comercial, ahora completa, hac?a que el esqueleto del hambre golpeara con su guada?a a las puertas de Par?s. Esperaron un mes, mientras los privilegiados reun?an en Versalles un ej?rcito -formado por quince regimientos, nueve de los cuales eran suizos y alemanes- y emplazaban sus piezas de artiller?a frente al edificio donde estaban los diputados del Tercer Estado para intimidarlos. Pero ?stos no se dejaron intimidar, se negaron a ver los ca?ones ni los uniformes extranjeros, no quisieron ver otra cosa que no fuera el prop?sito que los hab?a reunido all? por real decreto.

Y as? hasta que lleg? el diez de junio, cuando el gran pensador y metaf?sico, el abate Si?y?s, dio la se?al: «Ha llegado la hora -dijo- de cortar las amarras».

Entonces se procedi? a llamar formalmente a las dos clases ausentes a reunirse en Asamblea com?n con el Tercer Estado.

Pero los privilegiados, que en su necia tozudez, en su absurda codicia, no ve?an adonde los arrastraban los acontecimientos, creyendo en la fuerza como ley suprema, y confiando en el poder de los regimientos extranjeros, siguieron neg?ndose a acceder a la justa demanda de la Asamblea General.

«Dicen -escribi? entonces Si?y?s- que el Tercer Estado no puede formar ?l solo una Asamblea General. Tanto mejor: formar? una Asamblea Nacional.»

Esa aspiraci?n se cumpli?, y el Tercer Estado, que representaba el noventa y seis por ciento de los habitantes del pa?s, comenz? por declarar que la nobleza y el clero eran dos estamentos que de ninguna manera eran representativos.

En el sal?n del CEil de Boeuf esta noticia suscit? m?s risas: ?qu? gracioso resultaba el Tercer Estado en sus fant?sticas contorsiones! La respuesta fue muy sencilla. Consisti? en cerrar la Salle des Menus Plaisirs donde se reun?a la Asamblea. ?C?mo debieron de re?rse los dioses ante tanto orgullo y tan temerarias risotadas! Andr?-Louis tambi?n sonre?a cuando escribi?:

«Es otra vez la fuerza bruta contra las ideas. Otra vez el estilo de La Tour d'Azyr. Evidentemente la Asamblea tiene un don de la elocuencia demasiado peligroso. Pero ?en qu? cabeza cabe que basta con cerrar un sal?n para suspender las deliberaciones de una Asamblea? ?Acaso no hay otros salones, y si no los hubiera, no pueden reunirse al aire libre?»

Evidentemente los diputados del Tercer Estado llegaron a la misma conclusi?n, pues al ver el sal?n cerrado y custodiado por soldados que les negaban la entrada, se trasladaron bajo la lluvia a la sala del «juego de pelota 1 », desprovista de muebles, donde proclamaron que -para demostrar a la corte la futilidad de las medidas tomadas contra ellos- donde quiera que ellos estuvieran, estar?a la Asamblea Nacional. Entonces hicieron su magn?fico juramento de no separarse hasta haber cumplido el prop?sito para el que hab?an sido convocados, o sea, hasta darle a Francia una Constituci?n, y esa promesa termin? entre gritos de «Vive le roil».

De esta forma combinaron su declaraci?n de luchar contra aquel viciado y corrompido sistema con una declaraci?n de lealtad hacia la el rey.

Le Chapelier fue quien mejor resumi? el esp?ritu de aquel d?a, armonizando su lealtad al trono con su deber de ciudadano, al decir: «… que se informe a Su Majestad que los enemigos del pa?s estaban obsesionados con el trono y que sus consejos tend?an a colocar a la monarqu?a a la cabeza de un partido».

Pero los privilegiados, tan faltos de imaginaci?n como de previsi?n, segu?an repitiendo sus viejas t?cticas. De repente, al se?or conde de Artois se le antoj? jugar a la pelota, as? que aquel lunes 22 de junio los miembros del Tercer Estado fueron excluidos del «juego de pelota», igual que antes hab?an sido expulsados de la Salle des Menus Plaisirs. As? pues, la errante y sufrida Asamblea, cuya tarea m?s urgente era dar pan a la Francia hambrienta, tuvo que retrasar sus medidas para que el conde de Artois pudiera jugar. Enfermo de la misma miop?a de los de su clase, el conde no ve?a el siniestro aspecto de su fr?vola acci?n. Quos Deus vult perder?… Pacientemente, la Asamblea volvi? a trasladarse, y en esta ocasi?n encontr? alojamiento en la iglesia de Saint Louis.

Los humoristas del sal?n del CEil de Boeuf, llevados por su arrogante insolencia, se preparaban para hacer correr la sangre. Si aquella Asamblea Nacional no quer?a darse por enterada, habr?a que hacerlo de un modo m?s claro y en?rgico, para que lo entendieran de una vez por todas. En vano trat? Necker de tender puentes sobre el abismo; el rey -infortunado cautivo de los privilegiados-, se desentendi? de todo. E insisti? -seguramente instigado por otros- en que los tres Estados se mantuvieran separados. Si quer?an reunirse, ?l lo permitir?a, pero s?lo para tratar asuntos generales que no incluyeran nada concerniente a los respectivos derechos de los tres Estados, ni a la constituci?n de la futura Asamblea General, ni a los privilegios pecuniarios, ni a las propiedades feudales y se?oriales. En otras palabras, que no se pod?a hablar de nada que pudiera alterar el r?gimen existente, de ninguno de los prop?sitos que eran la raz?n de ser del Tercer Estado.

La convocatoria real de esa Asamblea General era una burla insolente, una enga?ifa y una mistificaci?n.

Los diputados del Tercer Estado acudieron a la Salle des Menus Plaisirs para reunirse con los miembros de los dem?s Estados y escuchar la real declaraci?n.

Necker estaba ausente, incluso corr?a el rumor de que estaba a punto de tomar las de Villadiego. Puesto que los privilegiados no quer?an utilizar el puente que ?l tend?a, no quer?a quedarse ni respaldar con su presencia la declaraci?n que all? iba a formularse.

?C?mo iba a apoyarla si aquella declaraci?n no cambiaba nada?

Seg?n la declaraci?n, el rey aprobar?a la igualdad en el sistema tributario si la nobleza y el clero renunciaban a sus privilegios pecuniarios; tambi?n dec?a que se respetar?an las propiedades, particularmente los derechos feudales; que en el asunto de la libertad individual los Estados quedaban invitados a buscar y proponer medios para reconciliar la abolici?n de las lettres de cachet 1 con las precauciones necesarias a fin de no herir el honor de las familias y reprimir los brotes de sedici?n; que en la cuesti?n del empleo p?blico para todos, el rey deb?a oponerse, particularmente en la medida en que afectaba al ej?rcito, una instituci?n en la cual no deseaba hacer ni la m?s m?nima modificaci?n, lo cual significa que la carrera militar deb?a seguir siendo un privilegio de la nobleza, como hasta ahora, y que nadie que no hubiera nacido noble pod?a aspirar a ning?n rango superior al de oficial subalterno.

Y para que no quedara ni la m?s leve sombra de duda en la mente de los ya bastante desilusionados representantes del noventa y seis por ciento de los habitantes de la naci?n, el flem?tico y perezoso rey lanz? su reto:

«Si me abandon?is ante una empresa tan maravillosa, me ocupar? personalmente del bienestar de mi pueblo; y s?lo yo me considerar? su verdadero representante.»

Y despidi?ndolos, dijo:

«Yo os ordeno, se?ores, que os separ?is enseguida. Ma?ana por la ma?ana ir?is a las c?maras asignadas a los respectivos Estados para reanudar vuestras sesiones.»

Tras lo cual, Su Majestad se retir?, seguido por la nobleza y el clero. Regres? a su palacio para recibir las aclamaciones de la realeza. Y la reina, radiante, triunfante, anunci? que confiaba la suerte de su hijo, el Delf?n, a los nobles. Pero el rey no compart?a el entusiasmo que se extend?a por el palacio, estaba malhumorado y silencioso. El g?lido silencio del pueblo cuando su coche pas? entre sus filas -un silencio al que no estaba acostumbrado- le hab?a impresionado desfavorablemente. Sus nefastos consejeros tuvieron que discutir mucho con ?l para que consistiera en seguir avanzando por el nefasto camino que hab?a emprendido.

El guante arrojado a la Asamblea fue recogido por el Tercer Estado. Cuando el maestro de ceremonias fue a recordarle a Bailly, el presidente, que el rey hab?a ordenado que el Tercer Estado ten?a que irse de all?, ?ste le contest?: «A m? me parece que la Asamblea Nacional no puede recibir ?rdenes de nadie».

Y entonces un gran hombre, Mirabeau -grande en cuerpo y en esp?ritu-, despidi? al maestro de ceremonias con voz de trueno:

– Ya hemos o?do lo que otros le han sugerido al rey, y no os corresponde a vos, se?or, que aqu? no ten?is ni voz ni voto, recordarnos lo que dijo. Idos y decid a los que os han enviado que estamos aqu? por voluntad del pueblo, y que de aqu? s?lo nos sacar?n por la fuerza de las bayonetas.

Aquello s? fue recoger el guante. Y la historia cuenta que el se?or de Br?z?, el joven maestro de ceremonias, qued? tan perplejo ante ese rapapolvo, y ante la majestad de aquel hombre, y ante la de los mil doscientos diputados que lo miraban silenciosamente, que sali? de all? de espaldas, como si estuviera en presencia de la realeza.

Al enterarse de lo ocurrido, la multitud que estaba afuera march? furiosa hacia palacio. Seis mil hombres invadieron los patios, los jardines y las terrazas. La alegr?a de la reina se transform? en pavor. Era la primera vez que le suced?a algo as?, pero no ser?a la ?ltima, pues hizo o?dos sordos a esta primera advertencia. Despu?s recibir?a varios avisos como aqu?l, cada vez m?s terribles, pero carec?a de sabidur?a. Sin embargo, ahora, fue tanto su p?nico que le suplic? al rey que r?pidamente anulara todo lo que ella y sus amigos hab?an hecho, y que llamara de nuevo al mago Necker, que era el ?nico que pod?a salvar la situaci?n.

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