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Scaramouche - Sabatini Rafael - Страница 40


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Gracias al profundo estudio de las teor?as de los grandes maestros, sucedi? lo que siempre suele ocurrir, que Andr? desarroll? sus propias teor?as. Una ma?ana de junio estaba en su alcoba, detr?s de la sala de esgrima, pensando en un pasaje de Danet que hab?a le?do la noche anterior sobre la doble y la triple finta. Le pareci? que el gran maestro se hab?a quedado en el umbral de un gran descubrimiento para el arte de la esgrima. Siendo esencialmente un te?rico, Andr?-Louis percibi? en la teor?a de Danet ciertos indicios que al mismo maestro se le hab?an escapado. Estaba tumbado en la cama, contemplando las grietas del techo mientras reflexionaba sobre el tema con esa lucidez que suele asaltarnos a primeras horas de la ma?ana. Durante dos meses consecutivos la espada hab?a sido el ejercicio diario de Andr?-Louis y casi su ?nica idea fija. Su concentraci?n en aquel asunto le daba una extraordinaria capacidad de visi?n. El arte de la esgrima, tal como entonces se aprend?a y como Andr?-Louis la practicaba diariamente, consist?a en una serie de ataques y quites, una serie de movimientos defensivos de una l?nea a otra. Pero siempre una serie limitada. En rigor, se trataba de una media docena de cada lado, por regla general lo m?s lejos posible de donde viniera el ataque. Y vuelta a comenzar. Pero incluso as?, esos quites eran fortuitos. ?Qu? suceder?a si fueran calculados?

A partir de esta reflexi?n desarrollar?a una de sus teor?as.

Por otra parte, ?qu? suceder?a si combinaba las ideas de Danet sobre la triple finta con una serie de quites ahora calculados para culminar en el cuarto o quinto, en una sucesi?n de ataques, invitando a la respuesta y parando siempre, no con el intento de tocar al contrincante, sino simplemente para juguetear con su hoja de modo que ?ste, a la larga, se viera obligado a abrir la guardia, predestinado a recibir una estocada? Cada quite de los oponentes podr?a calcularse para conseguir ese ensanchamiento en la postura de guardia, un ensanchamiento tan gradual que no ser?an conscientes de ello, y como todo el tiempo estar?an atentos a dar en el blanco, resultar?an tocados en uno de esos movimientos defensivos.

En tiempos Andr?-Louis hab?a sido un buen jugador de ajedrez gracias a su facultad de ver varios movimientos por adelantado. Esa capacidad de previsi?n, aplicada al arte de la esgrima, causar?a una aut?ntica revoluci?n. Por supuesto, ya se aplicaba, pero s?lo de manera elemental y muy limitada, en simples fintas, dobles o triples. Pero incluso la triple finta ser?a un recurso chapucero comparado con el m?todo que ?l estaba creando.

Mientras m?s pensaba en ello, mayor era su convicci?n de que ten?a la clave de un descubrimiento. Y estaba impaciente por probar su teor?a. Cierta ma?ana, mientras practicaba con un disc?pulo muy diestro con la espada, decidi? ponerla en pr?ctica. Despu?s de ponerse en guardia, puso en marcha la combinaci?n de movimientos prevista, cuatro fintas calculadas. Se engancharon en tercera y Andr?-Louis atac? con una estocada a fondo. Tras la reacci?n que esperaba de su rival, r?pidamente contrarrest? en quinta, y de nuevo empez? con su serie calculada, hasta tocar el pecho de su oponente. Le sorprendi? lo f?cil que resultaba.

Comenzaron de nuevo, y obtuvo el mismo resultado en el quinto quite, y con la misma facilidad. Entonces, queriendo ir m?s lejos, decidi? hacerlo en el sexto, y tuvo el mismo ?xito de antes.

Su contrincante se ech? a re?r, pero en su voz hab?a un timbre de mortificaci?n:

– ?Hoy no estoy en forma! -dijo.

– Eso parece -admiti? cort?smente Andr?-Louis. Y a?adi?, siempre para probar su teor?a al m?ximo-: Hasta tal punto es as? que casi puedo asegurar que ser?a capaz de tocaros como y cuando quiera.

El experimentado disc?pulo mir? a Andr?-Louis casi mof?ndose de ?l.

– ?Ah, no! ?Eso s? que no! -dijo.

– ?Lo probamos? Os tocar? en el cuarto quite. Allons! En garde!

Tal como hab?a anunciado, sucedi?.

El joven caballero, que hasta ese momento no estimaba mucho a Andr?-Louis, pues para ?l no era m?s que un buen suplente en ausencia del maestro, abri? desmesuradamente los ojos. Embriagado por el ?xito, llevado por su generosidad, Andr?-Louis estuvo a punto de descubrir su m?todo. Un m?todo que poco despu?s llegar?a a ser algo trivial en las salas de esgrima. Pero se contuvo a tiempo. Revelar su secreto hubiera podido destruir ese poder que deb?a perfeccionar ejercit?ndolo.

Al mediod?a, cuando la academia qued? vac?a, el se?or Bertrand llam? a Andr?-Louis para darle una de las ocasionales lecciones que a?n sol?a darle, y por primera vez recibi? una estocada en el transcurso del primer asalto. Como era generoso, sonri? satisfecho:

– ?Aja! ?Cuan deprisa aprend?is, amiguito!

Tambi?n sonri?, aunque ya no tan satisfecho, cuando lo tocaron en el segundo asalto. Despu?s puso todo su empe?o, y toc? tres veces seguidas a Andr?-Louis. La rapidez y la destreza del maestro hicieron que la teor?a de Andr?-Louis se tambaleara, pues por falta de pr?ctica a?n exig?a una mayor madurez.

De todas maneras, estaba seguro de la eficacia de su teor?a y, de momento, se contentaba con eso. S?lo le faltaba perfeccionar su estrategia a fuerza de pr?ctica, a lo cual se consagr? en cuerpo y alma, con esa pasi?n que suscita todo descubrimiento. Para empezar, se limit? a media docena de combinaciones que practic? asiduamente hasta que cada una lleg? a ser casi autom?tica. A continuaci?n, prob? su infalibilidad con los mejores disc?pulos del se?or Bertrand.

Por ?ltimo, una semana despu?s de su ?ltimo asalto con el maestro, ?ste le llam? para practicar con ?l. Pero esta vez no pudo hacer nada contra los impetuosos ataques de Andr?-Louis.

Despu?s de la tercera estocada, el se?or Bertrand retrocedi? y se quit? la m?scara.

– ?Qu? es esto? -pregunt?. Estaba muy p?lido y enarcaba las obscuras cejas. En toda su vida nunca hab?a sido herido en su amor propio-. ?Os ha ense?ado alguien alg?n truco m?gico?

Bertrand des Amis siempre se hab?a jactado de conocer tan a fondo el arte de la esgrima, que no cre?a en secretos m?gicos, pero la habilidad de Andr?-Louis le hac?a dudar de sus convicciones.

– No -dijo Andr?-Louis-. Simplemente he trabajado mucho y manejo la espada no s?lo con la mu?eca, sino tambi?n con la mente.

– Ya lo veo. Muy bien, muy bien, creo que ya os he ense?ado bastante. No es mi intenci?n tener un ayudante superior a m?.

– No os preocup?is por eso -sonri? Andr?-Louis-. Hab?is trabajado mucho toda la ma?ana y est?is cansado, mientras que yo estoy fresco. ?se es todo el secreto de mi ?xito moment?neo.

Su tacto y el buen temperamento del se?or Bertrand evitaron que la relaci?n entre ambos se estropeara. A partir de aquel d?a, cuando practicaban, Andr?-Louis, que segu?a perfeccionando diariamente su teor?a para formar un sistema casi infalible, procuraba que el se?or Bertrand le diera por lo menos dos estocadas por cada una de las suyas. Era lo que le aconsejaba la prudencia, pero nada m?s. Deseaba que su maestro fuera consciente de su fuerza, pero sin llegar a descubrir su verdadera magnitud para evitar una innecesaria y perjudicial rivalidad.

Aparte de eso, ayud? cada d?a m?s y mejor a su maestro, llegando a ser su mejor ayudante, y una fuente de orgullo, pues nunca hab?a tenido un disc?pulo tan aventajado como aqu?l. Andr?-Louis nunca le desilusion? revel?ndole el hecho de que su destreza se deb?a m?s a la biblioteca, y a su propio talento natural, que a las lecciones que hab?a recibido de ?l.

CAP?TULO II Quos deus vult perder?

Al igual que hizo en la Compa??a Binet, Andr?-Louis desempe?? a las mil maravillas la nueva profesi?n, que abraz? por necesidad y que adem?s era un buen escondrijo para escapar de quienes quer?an ahorcarlo.

Gracias a esta profesi?n podr?a haberse considerado -aunque de hecho no lo hizo- como un hombre de acci?n. Segu?a siendo un intelectual, y los sucesos acaecidos en la primavera y el verano de 1789 le proporcionaron abundantes motivos de reflexi?n. Lo que vio y vivi? en aquellos d?as, que acaso configura la p?gina m?s sorprendente de la historia de la evoluci?n humana, le llev? a pensar que sus anteriores ideas eran err?neas, pues los que ten?an raz?n eran los idealistas vehementes como Philippe de Vilmorin. En el fondo se enorgullec?a de haberse equivocado, pues era su excesiva l?gica y cordura lo que le hab?a impedido calibrar con exactitud la magnitud de la locura humana que ahora se desplegaba ante sus ojos. En aquella primavera, fue testigo del hambre y de la pobreza cada vez mayores y del creciente malestar que el pueblo de Par?s soportaba con paciencia. Toda Francia estaba como a la espera, en una inerte expectaci?n. La Asamblea Ge neral estaba a punto de reunirse para sanear las finanzas, abolir los abusos, reparar las injusticias, y liberar a la gran naci?n de la esclavitud en la que la ten?a sumida una minor?a que apenas llegaba al cuatro por ciento de la poblaci?n. A causa de esta expectaci?n, la industria estaba paralizada y la impetuosa corriente del comercio hab?a menguado hasta convertirse en un miserable goteo. Nadie quer?a comprar ni vender hasta que no estuviera claro c?mo Necker, el banquero suizo, pensaba sacarlos de aquel atolladero. De resultas de la paralizaci?n de los negocios, los hombres del pueblo no ten?an trabajo, y sus familias estaban expuestas a morir de hambre junto con ellos.

Contemplando aquel panorama, Andr?-Louis sonre?a entristecido. Hasta ah?, no se hab?a equivocado. El que sufr?a era siempre el proletariado. Los hombres que trataban de hacer aquella revoluci?n, los electores -en Par?s y en todas partes-, eran burgueses notables, ricos comerciantes. Y mientras ?stos, despreciando a la canalla y envidiando a los privilegiados, no dejaban de hablar de igualdad -lo que para ellos significaba equiparar su situaci?n con la de nobleza-, los trabajadores del pueblo se mor?an de hambre en sus covachas.

A fines de mayo, llegaron los diputados para inaugurar en Versalles la Asamblea General. Entre ellos, uno de los m?s destacados era Le Chapelier, el amigo de Andr?-Louis. Los debates empezaron a ser interesantes y fue entonces cuando Andr?-Louis empez? a dudar seriamente de las opiniones que hasta entonces hab?a sustentado.

Cuando el rey proclam? que los diputados del Tercer Estado deb?an igualar en n?mero a los de los otros dos estados juntos, Andr?-Louis crey? que esa mayor?a de votos a favor del Tercer Estado har?a inevitables las reformas que todos ansiaban.

Pero no hab?a tenido en cuenta el poder de las clases privilegiadas sobre la arrogante reina austr?aca, ni el poder de ella sobre el obeso, flem?tico y vacilante monarca. Que los arist?cratas librasen batalla en defensa de sus privilegios, eso Andr?-Louis lo comprend?a perfectamente. Nadie entrega jam?s voluntariamente lo que tiene, lo mismo si ha sido adquirido justa como injustamente. Pero lo que sorprendi? a Andr?-Louis fueron los m?todos que emplearon los privilegiados en su batalla. Opon?an la fuerza bruta a la raz?n y a la filosof?a, y los batallones de mercenarios extranjeros a las ideas. ?Como si las ideas pudieran derrotarse a punta de bayonetas!

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