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Los Siete Ahorcados y Otros Cuentos - Андреев Леонид Николаевич - Страница 35


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—¡Pero, vamos a ver, Luba! Le ruego que me dé la mano... como camarada —exclamó él con un tono sincero y grave.

Pero Luba se levantó, y después de retroceder algunos pasos le dijo:

—¿Quiere usted que se lo diga? Una de las dos cosas: o usted es idiota... o no le he pegado a usted bastante.

Y mirándole se echó a reír a carcajadas.

—¡Se diría que es mi escritor! ¡Pero que lo mismo! ¿Cómo queréis que no se os pegue?

Probablemente la palabra escritor era para ella un insulto: le daba una significación especial. Y llena de desprecio, no preocupándose ya del hombre que se encontraba frente a ella, como si se tratara de un idiota o de un borracho, dio algunas vueltas por la habitación con aire independiente.

—A lo que parece te había sacudido una buena bofetada —dijo sonriendo—. Probablemente te está doliendo todavía y no haces más que quejarte.

Él no respondió.

—Mi escritor dice que yo sé sacudir bofetadas muy bien, de gentilhombre, mientras que a ti, que eres «mujik» de origen, se te puede pegar lo que se quiera sin que lo sientas gran cosa. Y has de saber que he abofeteado ya a algunos hombres, pero ninguno me había inspirado tanta piedad como ese pobre escritorzuelo. Cuando le abofeteo grita siempre: «¡Más fuerte, que lo tengo bien merecido!» Y a todo esto, borracho, repugnante... ¡un canalla!

Hizo que miraba con mucha atención su mano derecha.

—¡Anda! Te he zurrado tan fuerte que me he hecho daño. ¡Por aquí un beso!

Le tendió groseramente la mano a la boca y se puso de nuevo a pasear. Su excitación aumentaba. Se creería que por momentos la ahogaba el calor: respiraba con dificultad y llevándose la mano al corazón frecuentemente. Por dos veces había llenado la copa de coñac y la había vaciado.

—Pero me había dicho usted que no quería beber sola —le dijo él severamente.

—Es la falta de voluntad, querido —respondió simplemente—. Además ya hace mucho tiempo que estoy envenenada por el alcohol y si no bebo me ahogo. De esto es de lo que tengo que morir.

Y de pronto, como si lo acabara de ver en aquel momento, se puso a mirarlo con extrañeza.

—¿Toma, si eres tú! ¿No te has ido todavía? Pues bueno, ya que estás aquí...

Se quitó el chal enseñando sus brazos desnudos.

—¿A qué diablos taparme? ¡Hace tanto calor!... Era por consideración a ti, a tu pudor... ¡Imbécil! Oiga: puede usted quitarse los pantalones... Si tiene usted los calzoncillos sucios, le prestaré los míos. ¡Sería tan pintoresco! Póngaselos, se lo suplico. ¿Se los va usted a poner, no, querido, rico mío?

Se ahogaba de risa y le tendía las manos en ademán de súplica. Luego se arrodilló ante él, e intentando apoderarse de sus manos continuó:

—¡Déme ese gusto! ¡Se lo ruego, lobito mío! En agradecimiento le besaré las manos...

Se desembarazó de ella y le dijo con una tristeza infinita:

—¡Basta, Luba! ¿Qué es lo que le he hecho a usted? Me parece que no tiene usted queja de mí y, sin embargo, si la he ultrajado a usted le pido perdón: soy tan torpe... No sé conducirme con las mujeres...

Ella encogió los hombros desnudos con desprecio, se levantó y se sentó. Respiraba fatigosamente.

—Vamos, ¿no quiere usted? ¡Qué coraje! Querría haber visto si le entraban bien.

Él vaciló, y encontrando difícilmente las palabras le dijo:

—Escuche usted, Luba... Si usted insiste... accederé... Podríamos apagar la luz... ¡Apague usted la luz, Luba!

—¿Qué? —dijo ella asombrada, muy abiertos los ojos.

—Quiero decir que usted... usted es una mujer, y yo... Naturalmente, yo no he hecho bien... No crea usted, Luba, que esto es por piedad... nada de eso... Al contrario, yo mismo... Apague la luz, Luba.

Con una sonrisa confusa tendió las manos hacia ella: era una caricia torpe, de hombre que jamás había tenido nada con mujeres. Ella apoyó su mentón sobre sus dedos cruzados; sus ojos se habían hecho enormes y miraban con un horror indescriptible, una tristeza y un desprecio sin límites.

—¿Qué tiene usted, Luba? —dijo él asustado.

Y llena de un horror frío, en voz muy baja, le dijo ella:

—¡Ah canalla! ¡Dios mío, qué canalla!

Rojo de vergüenza, rechazado, ultrajado por la que él mismo había querido ultrajar, dio un golpe en el suelo con el pie y lanzó palabras groseras a los ojos ampliamente abiertos de la mujer.

—¡Cochina prostituta! ¡Puerca! ¡Cállate!

Ella balanceó suavemente la cabeza y repitió:

—¡Dos mío, qué canalla!

—¡Cállate, criatura vendida! ¡Estás borracha! ¡Estás loca! Si crees que necesito tu sucio cuerpo... ¡Oh, no! No es para una criatura como tú para quien yo he guardado celosamente mi virginidad. En cuanto a ti no mereces más que golpes...

Levantó la mano para pegar, pero no pegó.

—¡Dios mío, Dios mío! —seguía repitiendo la mujer.

—¡Y decir que hay personas que tienen piedad de estas mujeres! ¡Habría que exterminar esta porquería y lo mismo a los bribones que están con vosotras... a toda esa banda! ¿Tú osabas creer que yo... yo...?

La cogió con fuerza por las manos y la tiró contra la silla. A ella le acometió de pronto una alegría loca.

—¡Ahora veo que eres bueno, honrado!

—¡Sí, bueno, honrado toda mi vida! Yo soy puro, mientras que tú... ¿quién eres tú, desgraciada?

—Si, tú eres bueno —decía ella ebria de alegría, triunfante.

—¡Naturalmente! No como tú... Pasado mañana sacrificaré mi vida por los demás, mientras que tú... te acostarás con mis verdugos. Llama aquí a tus oficiales. ¡Te los arrojaré a los pies como se arroja el alimento a las fieras hambrientas: tómalos!...

Luba se levantó lentamente. Y cuando la miró, agitado por la cólera, fiero, altivo se encontró con su mirada igualmente fiera y aun más despectiva. Se diría que había piedad en los ojos ole la prostituta, que de repente se alzaba sobre un pedestal muy elevado y desde lo alto, con una severa y fría atención, miraba algo pequeño y miserable que había a sus pies. Ya no reía; estaba serena. Los ojos buscaban inconscientemente las gradas del trono sobre el que se había elevado.

—Y bien, ¿qué? —preguntó él retrocediendo, siempre colérico pero dominado poco a poco por la mirada serena y altiva de la mujer.

Entonces ella, con una voz severa y cortante, tras de la cual se oía a millones de seres aplastados, mares de lágrimas, una rebeldía contra la injusticia secular, preguntó:

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