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Los Siete Ahorcados y Otros Cuentos - Андреев Леонид Николаевич - Страница 34


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Durante aquella noche agitada se sorprendió algunas veces de que los hombres y las cosas evocaran en él vagas reminiscencias como si llegaran de las lejanas tinieblas del pasado o acaso de la nada. Le parecía que había estado ya otra vez aquí: talmente le era conocido y familiar cuanto le rodeaba. Este sentimiento le era desagradable; le alejaba de sí mismo y de sus camaradas de combate y le aproximaba a aquella casa de lenocinio con toda su porquería y su vida sucia, repugnante.

El silencio le pesaba demasiado.

—¿Por qué no bebe usted? —preguntó.

Ella se estremeció.

—¿Qué?

—Beba un poco. ¿Por qué no bebe usted?

—Sola no quiero.

—Yo, desgraciadamente, no bebo jamás.

—Pues bien, no he de beber sola.

—Yo tomaré una manzana.

—Tómela usted, puesto que las ha comprado.

—Y usted, ¿no quiere una manzana?

Volvió la cabeza sin responderle. Habiendo notado la mirada del hombre sobre sus hombros desnudos, de un rosa opaco, los cubrió con su toquilla gris.

—Hace frío —dijo.

—Sí, un poco —contestó él, a pesar de que en el cuartito hacía calor.

De nuevo se estableció un largo y penoso silencio. Se oían los sones de la música ruidosa que venían de la sala.

—Están bailando —dijo él.

—Sí, están bailando.

—Luba, ¿por qué se ha enfadado usted contra mí de ese modo... y me ha pegado?

—Hacía falta; si no, no le hubiera pegado a usted. Puesto que no lo he matado, no vale la pena que hablemos de ello.

Tuvo una risa maligna, le miró fijamente con sus ojos negros, que parecían ahora muy profundos, y con una pálida sonrisa repitió:

—Hacía falta.

Su cabeza era de un aspecto malvado. El pensó con extrañeza que aquella cabeza hacía algunos minutos había estado reposando sobre su hombro y él la acariciaba con su mano.

—Eso no es una razón —dijo malhumorado.

Dio varios paseos por la habitación, tratando de no acercarse demasiado a Luba. Cuando se sentó de nuevo la expresión de su rostro era severa y aun altiva. Se puso a examinar un puntito negro en el techo, probablemente una mosca de otoño despertada por la luz. Se habría despertado en medio de la noche, no comprendía nada ymoriría en seguida.

Suspiró.

Luba respondió con una risa.

—Me parece que no hay motivo para reír —dijo él fríamente, ydisgustado volvió la cabeza.

—Vale más que no busquemos razones —respondió ella—. Parece usted efectivamente un escritor. ¿No le contraría esto? Los escritores son como usted. Primero le manifiestan compasión a una y después se enfadan porque una no se arrodilla ante ellos como ante un icono. ¡Qué exigentes son! Si fueran dioses no perdonarían nada.

Y rió de nuevo.

—Pero ¿cómo puede usted conocer a los escritores? Usted no lee nada.

—Viene aquí uno.

Reflexionó examinando a Luba con calma. Como hombre que pasó toda su vida rebelándose contra la vida presentía vagamente un espíritu de rebeldía en aquella muchacha. Esto le turbaba. Procuraba comprender por qué había caído precisamente sobre él la cólera de Luba. Ella conocía escritores, conversaba con ellos, tenía a veces actitudes llenas de una tranquila dignidad y encontraba palabras de una maldad inquietante. Esto no era banal y lo reflejaba en sus ojos. Cierto es que le había pegado; pero aquel acto no era el de una prostituta vulgar e histérica: había en él aleo más profundo y grave. Antes se indignó, pero ahora se sentía más bien ultrajado que indignado.

—¿Por qué me ha pegado usted, Luba? Cuando se pega a un hombre por lo menos hay que decirle la razón.

Había en sus palabras una severa insistencia, una obstinación; se leía esta obstinación en sus pómulos salientes, en su frente abombada, en sus ojos,

—No lo sé —respondió ella evitando su mirada.

No quería dar razones. ¡Tanto peor! Él se encogió de hombros, y sin dejar de examinar a Luba se puso a reflexionar de nuevo. Habitualmente su pensamiento era pesado y lento; pero una vez preocupado empezaba a trabajar febrilmente, con una fuerza y una inflexibilidad casi mecánicas; se convertía en algo así como una prensa hidráulica que cayendo lentamente rompe las piedras, dobla las barras de hierro, aplastan a los hombres si están allí, y todo ello con impasibilidad, lenta e inexorablemente. Sin mirar ni a derecha ni a izquierda, indiferente a los sofismas, a las alusiones y a las respuestas a medias, manejaba su pensamiento pesadamente, aun cruelmente, hasta asequir el límite extremo de la lógica, detrás del cual no hay ya más que el vacío y el misterio. No separaba jamás su pensamiento de su persona, todo su cuerpo estaba penetrado de él, y cuando llegaba a una conclusión lógica cualquiera la adoptaba inmediatamente, como todas las gentes de su temperamento para las cuales el pensar no es un juego, una diversión, sino el fondo mismo de su vida.

Ahora, agitado, desconcertado, semejante a una gran locomotora que en medio de la noche negra ha descarrilado, pero continúa moviéndose pesadamente, buscaba el camino, se empeñaba absolutamente en encontrarlo. Pero Luba se callaba y de ningún modo estaba dispuesta a hablar.

—Luba, hablemos tranquilamente.

—No quiero. ¡Todavía!

—Escuche usted, Luba. Me ha pegado usted y yo no puedo estar ya tranquilo.

Ella se echó a reír.

—Bien, ¿y qué? ¿Qué le va usted a hacer? ¿Acaso a presentar una queja a los tribunales?

—No; pero vendré todos los días a su casa hasta que me dé usted razones.

—Todo lo que usted quiera; la dueña se alegrará.

—Vendré mañana, y pasado mañana, y...

De pronto se dijo que ni mañana ni pasado mañana podría venir. Al mismo tiempo le pareció que comprendía por qué Luba le había pegado. Esto le reanimó.

—¡Ahora comprendo! Me ha pegado usted porque la había insultado con mi piedad. Sí, eso fue una estupidez. Se lo aseguro a usted, fue sin querer, pero quizá hay en ello algo de insultante. Puesto que usted es un ser humano como yo...

—¿Como usted? —dijo ella con malignidad, sonriendo.

—Basta, Luba, no se enfade usted. Hagamos las paces. Déme usted la mano.

Luba palideció ligeramente.

—¿Quiere usted que le sacuda otra bofetada?

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