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Los Siete Ahorcados y Otros Cuentos - Андреев Леонид Николаевич - Страница 30


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Bostezó terriblemente.

—¿Entonces? — preguntó ella.

—Entonces... yo quisiera dormir un poco. Nada más que una horita... Pasará en seguida. Beba usted, se lo ruego, no se preocupe... Y cómase esa fruta. ¿Por qué toma usted tan poco?

—Si usted lo permite me podría volver al salón —dijo ella—. Van a tocar el piano ahora...

Esto no le convenía nada. Allí en el salón se hablaría de aquel visitante extraño que no había ido allí más que a dormir... Se sospecharía... No, eso era peligroso. Y conteniendo a duras penas sus bostezos, dijo en un tono serio:

—No, Luba, le suplico que se quede conmigo. Mire usted, no me gusta quedarme solo en la alcoba... Es un capricho; pero... Se lo ruego a usted...

—Sí, sí... Desde el momento que usted ha pagado...

—No es eso —él enrojeció nuevamente—. No se trata del dinero que he pagado... Si usted quiere puede muy bien acostarse también. Le dejaré sitio. Pero si le da lo mismo, acuéstese del lado de la pared; ¿tiene usted algo que oponer?

—No; pero... no tengo ninguna gana de dormir. Me quedaré sentada.

—Puede usted leer algo.

—Aquí no hay libros.

—¿Quiere usted el periódico de hoy? Yo lo tengo... Aquí está. Trae algunas cosas interesantes.

—Gracias, no lo quiero.

—Como usted guste. En cuanto a mí, con su permiso.

Cerró la puerta con dos vueltas y se metió la llave en el bolsillo. No se fijó en la mirada llena de extrañeza con que la joven seguía todos sus movimientos. Aquella conversación cortés tan fuera de lugar en aquel sitio miserable donde hasta la atmósfera estaba impregnada de vapores de alcohol y de blasfemias le parecía muy simple, natural y convincente. Siempre con la misma cortesía, como si se encontrara con una señorita en una canoa, preguntó:

—¿Permite usted que me quite la levita?

La muchacha frunció ligeramente las cejas.

—Quítesela usted. Puesto que ha...

Pero no terminó lo que iba a decir.

—¿Y el chaleco? —preguntó él—. Me aprieta un poco....

Ella no respondió y sin que él la viera se encogió de hombros.

—Aquí está mi cartera. Hay dinero en ella. Tenga la bondad de guardarla.

—Hubiera sido mejor dejarla en el despacho. Todo el mundo hace eso aquí.

—¡Oh, no vale la pena! —protestó. Y encontrándose con la mirada de asombro de Luba añadió confuso—: La comprendo a usted, pero dejemos eso.

—¿Sabe usted, al menos, qué dinero hay dentro? Hay señores que no lo saben y después son los líos...

—Lo sé, pero verdaderamente no vale la pena...

Se acostó dejando un sitio libre del lado de la pared. El sueño encantado le acarició en la mejilla, sonriéndole, con su pata de terciopelo, le besó dulcemente, le cosquilleó en las rodillas y posó la cabeza sobre su pecho. Tuvo una sonrisa de felicidad.

—¿De qué se ríe usted? —preguntó la muchacha, sonriendo también contrariada.

—De nada. Estoy contento. Son muy suaves sus almohadas. Ahora podemos hablar un poco. ¿Por qué no bebe usted?

—Yo también quisiera desnudarme algo. ¿Me lo permite usted? Tendré que estar muchísimo tiempo sentada.

Había en su voz notas burlonas.

—Se lo ruego a usted —se apresuró a responder él. Miró ella sus ojos llenos de confianza y añadió más seriamente:

—Mire usted, el corsé me aprieta demasiado. Casi me martiriza.

—Sí, ya comprendo. No tiene usted más que quitárselo.

Volvió la cabeza y enrojeció de nuevo. El largo insomnio había embrollado demasiado sus ideas; por otra parte, a pesar de sus veintiséis años, era de tal modo ingenuo, que este diálogo tan chusco en una casa donde todo está permitido y donde no hay costumbre de ofenderse le parecía muy natural.

—¿No es usted escritor? —preguntó ella desnudándose.

—¿Yo? No. ¿Por qué me lo pregunta usted? ¿Es que le gustan los escritores?

—No, no los quiero.

—¿Y por qué? No son malas personas —dijo él bostezando largamente.

—¿Cómo se llama usted?

Reflexionó un momento y dijo:

—Llámeme usted Juan... No, Pedro.

—¿Quién es usted? ¿Qué hace usted? —continuó ella.

Le interrogaba dulcemente pero con insistencia, como si lo arropara con sus preguntas. Pero dominado por el sueño no la oyó. En su cerebro, que se apagaba, se iluminó por un solo instante el cuadro de todo lo que había vivido durante aquellos días y aquellas noches de persecuciones policíacas, los hombres y las cosas, el tiempo y el espacio, la luz y las tinieblas. Y de repente todo ello quedó envuelto en una niebla espesa, cayó en un abismo y perdió sus colores. Como un relámpago se dibujó en su imaginación la vasta :.ala de un museo sumida en una tranquilidad absoluta y débilmente alumbrada, donde pasó el día anterior dos horas ocultándose de los espías. Y soñó que estaba sentado en un canapé de terciopelo muy confortable y miraba un gran cuadro negro. Era tan dulce mirar aquel cuadro antiguo, sobre el que reposaban los ojos, evocaba pensamientos tan agradables, que el hombre, casi completamente dormido, tuvo una sonrisa de felicidad.

En este momento se oyó la música que tocaban en la sala. Millares de sonidos breves y dulces llenaron el aire. «Ahora ya me puedo dormir», se dijo. Y un instante después estaba completamente dominado por el sueño, que le abrazó con fuerza y le arrebató a regiones desconocidas.

***

Una hora, dos horas pasaron. Dormía siempre en la misma posición en que se haba colocado al acostarse. Tenía la mano derecha en el bolsillo donde había metido la llave y el revólver. La muchacha, desnudos los brazos y el cuello, estaba sentada frente a él. Fumaba lentamente, bebía coñac y le miraba. A veces para ver mejor alargaba su cuello, y entonces se dibujaban dos plieguecitos en las comisuras de sus finos labios. Se había él olvidado de apagar la lámpara eléctrica suspendida del techo y a su luz tenía un aspecto aleo fantástico: ni joven ni viejo, ni guapo ni feo, desconocido, lleno de misterio: sus mejillas, su nariz semejaba las de un pájaro; su respiración, fuerte y metódica... Todo en él era misterioso y desconocido para Luba. Sus cabellos negros estaban cortados al rape como los de los soldados; bajo la sien izquierda, muy cerca del ojo, se vía una cicatriz pequeña. No llevaba cruz al cuello.

En la sala la música tan pronto se extinguía como llenaba de nuevo toda la casa de sonidos caprichosos. A veces se oían gentes que cantaban y danzaban. Luba permanecía siempre inmóvil, fumaba cigarrillos y examinaba al hombre. Con mucha atención, alargando el cuello, miró su mano izquierda posada sobre el pecho: era ancha, de dedos fuertes. Le pareció a Luba que esta mano pesaba demasiado sobre el pecho, y dulcemente, para no despertarle, se la quitó de donde estaba y se la puso a lo largo del cuerpo. Luego se levante) bruscamente, apagó la lámpara eléctrica de arriba y encendió la de abajo cubierta por una pantallita roja.

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