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Los Siete Ahorcados y Otros Cuentos - Андреев Леонид Николаевич - Страница 29


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Pero él no lo sabía. Cuando ella se levantó con un aire disgustado y severo, cuando le miró con sus ojos pintados de negro mostrándole un rostro pálido y mate, se dijo: «¡Si todo su aspecto es honrado!» Este pensamiento le consoló. Pero habituado, gracias a la duplicidad de su vida, a ocultar sus verdaderos sentimientos como si fuera un actor en el escenario de un teatro, saludó como un experimentado hombre de mundo, castañeteó los dedos y dijo a la muchacha, con el tono de quien está habituado de antiguo a las mancebías :

—¡Vamos a ver, chatita mía! Llévame a tu cuarto. ¿Dónde está tu nido?

Ella manifestó su extrañeza, frunciendo las cejas:

—¿Ya?

El enrojeció, y enseñando sus hermosos y fuertes dientes respondió:

—¡Pues naturalmente! ¿A qué perder un tiempo precioso?

—Va a haber música. Vamos a bailar.

—Sí; pero... ¿qué es eso de los bailes, mi niña? Una diversión estúpida; la caza de su propia cola... En cuanto a la música, la oiremos desde tu cuarto.

Ella le miró y sonrió.

—¡Ya, ya! No será mucho lo que oigamos desde allí.

Le empezaba a gustar. Tenía una ancha cara rasurada de pómulos salientes; sus mejillas y su labio superior tenían un color ligeramente azulado, como en todos los morenos recién afeitados.

Sus ojos negros eran bellos, si bien había algo de inmóvil en su mirada y se revolvían pesada y lentamente en sus órbitas como si tuvieran que recorrer cada vez una distancia muy larga. A pesar de estar todo afeitado y ser desenvueltos sus ademanes, no parecía un actor, sino más bien un extranjero rusificado o quizá un inglés.

—¿No eres alemán? —preguntó la muchacha.

—Un poco. Acaso inglés. ¿Es que te gustan los ingleses?

—¿Pero si hablas el ruso perfectamente! No se diría que eras extranjero.

Entonces recordó que tenía un pasaporte inglés y que en aquellos últimos días había estado procurando hablar un ruso chapurrado para que se le tuviera por un extranjero; esta vez se distrajo y hablaba un ruso correcto. Esto le hizo enrojecer. Sombrío, descontento de sí mismo, cansado ya de aquella nueva comedia, cogió a la joven por el brazo.

—Soy ruso, ruso. Y bien; ¿dónde está tu cuarto? ¿Es por aquí?

En aquel gran espejo que llegaba hasta el suelo se reflejaban claramente las dos imágenes a cierta distancia: ella, vestida de negro, muy pálida y muy linda, y él, alto, de anchas espaldas, igualmente vestido de negro e igualmente pálido. A la luz de la araña eléctrica aparecían especialmente pálidos su frente abombada ysus pómulos salientes; en el sitio de los ojos, tanto de él como de ella, no se veía en el espejo sino dos agujeros misteriosos, pero bellos. Y ambos parecían tan poco banales entre aquellas paredes blancas, dentro del amplio marco dorado del espejo, que él se detuvo un instante sorprendido y pensó que semejaban dos novios. Estaba tan abrumado por el insomnio, que sus pensamientos eran desordenados, a veces estúpidos; pasado un minuto, al mirar en el espejo aquella pareja negra, severa, diríase que más bien parecían personas que acompañan un ataúd. Las dos comparaciones le fueron desagradables.

Parecía como si la muchacha experimentara el mismo sentimiento: también miró con extrañeza, en el espejo, su propia figura y la de su compañero. Cerró a medias los ojos; pero el espejo no recogió este movimiento y continuó reflejando impasible sus contornos negros e inmóviles. Esto recordó probablemente alguna cosa a la muchacha; sonrió y apretó ligeramente el brazo de su compañero.

—¡Vaya una pareja —dijo pensativa, haciendo más visibles sus grandes párpados negros.

Pero él no respondió, y con paso decidido echó a andar llevando consigo a la muchacha, cuyos altos tacones franceses golpeaban el suelo. Como en todas estas casas, había un pasillo, a lo largo del cual se veían cuartitos obscuros con las puertas abiertas. Sobre una de estas puertas vio una inscripción: «Luba», nombre de la mujer. Entraron.

—Oye, Luba —dijo él mirando a su alrededor y frotándose las manos, según su costumbre, como si se las lavara con agua fría—. Necesitamos vino y... ¿qué más es lo que hay? ¿Fruta quizá?

—La fruta es cara aquí.

—Eso no importa. Y el vino, ¿es que no lo bebe usted?

Esta vez, por olvido, no la tuteó. Se dio cuenta de ello en seguida, pero no quiso corregir el error: en la forma con que ella le había apretado últimamente el brazo con su codo había algo que le impedía tutearla, decirle sandeces y representar la comedia. También ella sintió algo semejante. Después de mirarle fijamente dijo con un tono indeciso:

—Sí, bebo vino. Espere usted, voy a pedirlo. En cuanto a la fruta diré que no traigan más que dos manzanas y dos peras. ¿Tendrá usted bastante?

Le trataba también de usted, pero en la manera de pronunciar aquel «usted» había algo de confuso, una ligera vacilación. Él no puso atención en ello, y una vez solo comenzó a examinar rápidamente la habitación. Primeramente se cercioró de que la puerta cerraba bien, y quedó satisfecho: la puerta se cerraba con llave. Luego se acercó a la ventana, la abrió y miró hacia afuera: estaba demasiado alta, en un tercer piso y daba al patio. Hizo una mueca de descontento. Después dio vuelta a las dos llaves de la luz eléctrica: cuando una luz que estaba en el techo se apagaba, la otra, colocada cerca de la cama se encendía como en los hoteles comm’il faut.

¡Pero en cuanto al lecho!...

Alzó los hombros y puso cara de risa, pero no rió; no fue más que un juego de músculos familiar a todas las personas habituadas a esconder algo cuando se quedan solas.

—¡Ah, aquel lecho!...

Le examinó por todos lados, palpó la espesa manta, yde pronto, acometido de un repentino deseo de hacer locuras, comenzó a hacer gestos de sorpresa con los ojos y los labios. Pero un instante después volvió a ponerse serio, se sentó y, fatigado, esperó la vuelta de Luba. Intentó pensar en lo que le esperaba dentro de dos días en aquella estancia suya dentro de una casa de lenocinio... pero los pensamientos no le obedecían. Se encrespaban y se peleaban. Era el sueño contenido cuarenta y ocho horas que se empezaba a rebelar: allá en la calle el sueño se estuvo tranquilo; ahora se enfurecía, atormentaba brazos y piernas, martirizaba todo el cuerpo. El joven comenzó a bostezar hasta saltársele las lágrimas. Para espantar el sueño cogió su browning, tres paquetes de balas, sopló en el cañón del revólver... todo se hallaba en buen estado. Y bostezó de nuevo.

Cuando trajeron el vino y la fruta, y cuando finalmente llegó Luba, él cerró la puerta y dijo:

—Bien, Luba, beba usted, se lo ruego.

—¿Y usted? —preguntó ésta extrañada y mirándole de reojo.

—Beberé después. Mire usted, he estado corriéndola dos noches seguidas y no he dormido ni un minuto. Y así es que ahora...

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