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La batalla - Rambaud Patrick - Страница 7


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– Una ultima cosa, senor conde.

– Decidme.

– Parece ser que los genoveses…

– ?Ah, no, coronel! ?Que me dejen en paz con esos pretendidos millones! ?Sois el tercero que envia Massena para informarse! Todo lo que he encontrado, aparte de los canones del arsenal, es esto…

Volco con su zapato de hebilla una caja de madera, y unos cuantos florines austriacos se diseminaron por el suelo.

– Los debemos al trabajo minucioso del senor Savary -explico Daru-. Son falsos, y los utilizo para pagar a mis proveedores autoctonos. Podeis coger uno o dos fajos.

– ?Henri!

– ?Louis-Francois!

Louis-Francois Lejeune y Henri Beyle, quien todavia no se llamaba Stendhal, se conocian desde hacia nueve anos. Cuando estaban destinados en Milan, habian renido por una lombarda descarada, pero quien se la llevo fue Lejeune, y Henri se sintio feliz en el fondo: preferia lo no consumado, y ?le habria aceptado aquella italiana demasiado hermosa? Por entonces se consideraba muy feo, y de ahi su timidez, a pesar del uniforme verde del 6.° de dragones y el casco con sus crines y su turbante de piel de lagarto. Volvieron a verse mas adelante, ya en Paris, en una rifa del Palais-Royal, y fueron a casa Very, en los bulevares, para comer ostras a diez sous la docena bajo candelabros dorados. Lejeune le habia invitado. Henri, que habia abandonado el ejercito y ya no tenia un centimo, aprovecho la ocasion para devorar un capon. Lejeune estaba a punto de incorporarse a su regimiento en Holanda. Henri se imaginaba plantador en Louisiana, banquero o dramaturgo de exito, a causa de las actrices…

Ahora el azar de una mision hacia que volvieran a encontrarse delante de Viena. Uno estaba sorprendido y el otro no, pues nada mas normal que Lejeune fuese coronel, ya que habia elegido su carrera y persistido en ella, pero ?y Henri? Entonces era un muchacho robusto de veintiseis anos, la piel reluciente, la boca fina, casi sin labios, ojos castanos y almendrados, el cabello, con la linea de arranque muy hacia atras, desgrenado sobre la ancha frente. Lejeune, lleno de asombro, le pregunto que se traia entre manos en aquella oficina de intendencia.

– Veras, Louis-Francois, para ser dichoso tengo necesidad de vivir en medio de grandes acontecimientos.

– ?Como comisario de guerra?

– Adjunto, nada mas que adjunto.

– Sin embargo, Daru me ha dicho que viera al comisario Beyle. -Es demasiado bueno, debe de estar enfermo.

El conde Daru tenia a Henri en baja estima, le trataba sin cesar de atontado, era rudo con el, le confiaba tareas pesadas o carentes de interes.

– ?Cuales son mis ordenes? -pregunto a su amigo, a la vez encantado de volver a verle e inquieto por lo que iba a pedirle.

– Poca cosa. Debes ofrecerme ardilla en salsa a cuenta del conde Daru.

– My. Godl ?Te apetece eso?

– No.

Henri se abrocho el frac azul, cogio su sombrero con escarapela tricolor y aprovecho la ocasion para huir de la oficina. Al cruzar la sala vecina aviso a sus secretarios y empleados que no volveria en toda la jornada, y los otros, al ver el uniforme de Lejeune, no le preguntaron por el motivo, juzgando que seria considerable. Una vez en el exterior, Lejeune le pregunto:

– ?Te llevas bien con esos chupatintas?

– ?Que va, Louis-Francois! Te lo aseguro. Son groseros, intrigantes, necios, insignificantes…

– Cuentame. -?Adonde vamos?

– He requisado una casa en la ciudad vieja y me alojo ahi con Perigord.

– Bien, vamos alla, si no te averguenzas de mi traje de civil y mi caballo. Te advierto que es un autentico percheron.

Camino de la cuadra hablaron de si mismos, sobre todo de Henri: no, no renunciaba al teatro, y siempre que podia, incluso cuando viajaba en coche, estudiaba las obras de Shakespeare, Gozzi y Crebillon hijo, pero escribir comedias no daba para vivir y el ya no queria deber nada a su familia. Sin embargo, habia aceptado la proteccion de Daru, un pariente lejano. Desde la intendencia imperial, esperaba solicitar un puesto de auditor al Consejo de Estado, lo cual no era de por si un oficio sino una etapa hacia todos los empleos y, en primer lugar, una renta. Henri acababa de pasar dos anos en Alemania, donde distribuyo el tiempo entre la administracion, la caza, la opera y las muchachas.

– En Brunswick he aprendido a ser menos timido y a cazar -afirmo.

– ?Tienes buena punteria?

– ?La primera vez que sali a cazar patos abati dos cuervos!

– ?Y ningun austriaco?

– Todavia no he visto una autentica batalla, Louis-Francois. No pude intervenir en la de Vina por unos pocos dias. Ante Neubourg crei oir los canones, pero era una tormenta.

Henri habia podido franquear el puente de Ebersberg despues de que la ciudad hubiera sido pasto de las llamas. Su coche rodaba sobre cadaveres sin rostro, y el veia surgir las entranas bajo las rue das. A fin de parecer desenvuelto y fingir dureza, habia seguido charlando a pesar del tenaz deseo de vomitar. Ahora, cuando entraron en la cuadra de la intendencia, Lejeune exclamo:

– ?Es este tu caballo?

– El que me han otorgado, si, ya te lo he advertido.

– Tienes razon. ?No le falta mas que el arado!

La diferencia de atuendo y montura no podia ser mayor, pero los dos amigos, sin preocuparse por el ridiculo que hacian, tomaron la ruta de Viena, cuyas murallas y la alta aguja del campanario de San Esteban se veian a lo lejos.

Viena tenia dos recintos amurallados. El primero, una sencilla elevacion de tierra, limitaba los arrabales muy poblados donde se apinaban casas bajas de techos rojizos, mientras que el segundo encerraba la ciudad vieja detras de una recia muralla provista de fosos, bastiones, casamatas y caminos cubiertos, pero como los vieneses ya no temian a los turcos ni los rebeldes hungaros, habian surgido libremente hoteles y almacenes a lo largo de aquellas fortificaciones, y en los glacis se habian plantado arboles que trazaban paseos.

Lejeune y Beyle cruzaron el arco de una gran puerta y se adentraron al paso en las calles tortuosas de la ciudad, entre casas altas, estiradas, medievales y barrocas mezcladas, pintadas con colores suaves, italianos, las ventanas cargadas de flores azules y jaulas con pajaros. El espectaculo de los transeuntes alegraba menos la vista, pues no habia mas que soldados por doquier.

Al ver las tropas descabaladas que ocupaban Viena, Henri se dijo que un vencedor es una cosa fea. Napoleon acababa de concederles durante cuatro o cinco dias aquella ciudad apenas ma yor que un barrio de Paris, y ellos se aprovechaban. Se habria dicho que eran una jauria de perros de caza. Era cierto que habian corrido mil veces el riesgo de morir, y de una manera espantosa, que habian dejado a sus espaldas cadaveres de amigos, lisiados, ciegos, un brazo, una pierna, pero ?justificaba la recaida en el miedo semejante desbordamiento? Aquellos muebles que los dragones bajaban a la calle por medio de cuerdas, mientras que sus complices ponian en peligro las cornisas, no podia dejar de indisponer a los franceses con una poblacion que, sin embargo, era de natural apacible. Un coracero con casco de hierro, envuelto en un largo manto blanco austriaco, habia arrojado al suelo un vestuario teatral, clarinetes y pieles robadas que esperaba vender en publica subasta. Habia otros puestos en una calleja, donde aquellos piratas vendian su botin, collares de cristal o de perlas, vestidos, copones, sillas, espejos, estatuillas deterioradas, y la gente se empujaba como en un zoco de El Cairo, una gente que hablaba veinte lenguas y procedia de veinte paises para fundirse con arrogancia en un solo ejercito, polacos, sajones, bavaros, florentinos a los que apodaban charabias, un mameluco de Kirmann que no tenia de arabe mas que el calzon abombado, pues habia nacido en SaintOuen. Habia pabellones en las plazas y los cruces de las avenidas. Soldados de infanteria con polainas grises abotonadas hasta muy arriba roncaban sobre la paja en el atrio de una iglesia. Cazadores con trajes oscuros tiraban de unos caballos negros, y un grupo de carabineros a pie hacia rodar barriles de riesling. Algunos husares galleaban delante de un cafe, comiendo carne hervida, orgullosos de sus calzones azul cielo y sus chalecos rojo vivo, con sus pesadas coletas trenzadas que servian para amortiguar los sablazos y sus desmedidos penachos de plumas en el chaco. Un tirador salio de un porche con una ristra de salchichas en bandolera. Se tambaleaba un poco mientras se ponia de cara al muro para mear.

– ?Mira! -dijo Lejeune a su amigo-. Parece como si estuvieramos en Verona…

Senalo con la mano una fuente, un inmueble estrecho, la luz amarilla que destacaba las fachadas de una placita. Lejeune fingia no ver nada mas. No era un oficial ordinario. De sus guarnicio nes y sus campanas se habia traido una multitud de croquis y cuadros muy bien logrados. Cuando Napoleon era primer consul le habia comprado su cuadro de la batalla de Marengo. En Lodi, en Somosierra, partia a la guerra como si estuviera delante de su modelo. Sus personajes, representados en movimiento, servian de apoyo, como en el asalto al monasterio de Santa Engracia de Zaragoza, donde en primer plano la gente se mataba ante una Virgen de piedra blanca. Lo que atraia de esa composicion era el monumento arabizado, el cincelado del claustro, la torre cuadrada, el cielo. Y lo que destacaba en Aboukir era la luz cruda sobre la peninsula, un calor que hacia vibrar los grises y amarillos. Asi pues, Louis-Francois no miraba a los soldados achispados, sino que admiraba el aspecto del palacio Pallavicini, y el fronton del palacio Trautson le evocaba a Palladio. Este amor permanente por los objetos bellos habia aproximado no hacia mucho a Louis-Francois y Henri Beyle, y de ahi nacio una amistad que no quebraron ni las guerras ni las ausencias.

– Ya llegamos -dijo Lejeune cuando entraban en el barrio bastante elegante de la jordangasse.

De repente, al doblar una esquina, su caballo se encabrita.

Alla abajo, unos dragones entran y salen de una casa rosada con los brazos cargados de telas, vajillas, frascos y jamones ahumados que amontonan en un carricoche militar. «?Ah, los muy cochinos!», exclama Lejeune, espoleando a su montura para irrumpir en medio del enjambre de ladrones. Estos, sorprendidos, dejan caer un cofre, que se parte. Uno de ellos pierde su casco en el bullicio, otro gira sobre sus talones y acaba chocando con el muro. Henri se aproxima. Sin bajar del caballo, pero dentro del vestibulo, su amigo distribuye golpes de fusta y puntapies.

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