Los Siete Ahorcados y Otros Cuentos - Андреев Леонид Николаевич - Страница 61
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—¡Vera!
El silencio respondía.
Una noche entró en el cuarto de su mujer, a la que hacía una semana que no veía; se sentó a su cabecera y, evitando su densa mirada, díjole:
—Escucha, quiero hablarte de Vera. ¿Me oyes?
Ella callaba. Entonces, levantando la voz, le habló con tono severo, como a los que venían a su casa a confesarse:
—Ya sé que tú no eres culpable de la muerte de Vera. Pero reflexiona: ¿es que yo no la quería tanto como tú? Razonas extrañamente. Sí, yo era severo; pero eso no le impedía hacer su antojo. Sacrifique mi amor propio de padre y accedí a que se marchara a Petersburgo. Pero ¿es que tú no le habías suplicado que se quedara, que renunciara a aquel viaje? No he sido yo quien la hizo tan impía. Siempre le inspiré el amor de Dios y las virtudes cristianas...
Miró a los ojos de su mujer y volvió la cabeza.
—¿Qué podía yo hacer cuando ella no nos quería decir lo que tenía? He ordenado, he suplicado, he implorado. ¿O acaso debí arrodillarme ante aquella chicuela y llorar como una vieja? ¿Sabía yo lo que ella tenía en la cabeza? ¡Hija cruel, sin corazón!
Se golpeó una rodilla con el puño.
—Era el amor lo que le faltaba. Confesemos que no me podía querer, porque yo era un tirano. Pero, ¿a ti? Ella te quería. Tú, que te humillabas ante ella, la implorabas...
Rió nerviosamente.
—¡Bien claro se ve cómo te quería! Fue por ti por lo que buscó una muerte tan atroz y vergonzosa... la muerte en el lodo, como un perro.
Su voz temblaba colérica.
—¡Me da vergüenza! —continuó—. Me da vergüenza dejarme ver en la calle. Me avergüenzo ante Dios y ante los hombres. ¡Hija cruel, indigna! Mereces ser maldita en tu tumbal...
Cuando el pope Ignacio miró a su mujer, ésta yacía desvanecida sobre el lecho. Tardó unas horas en recobrar el conocimiento, y no se sabía si recordaba las palabras de su marido.
Aquella misma noche, una noche clara y serena de julio, el pope Ignacio subió, de puntillas, al cuarto de Vera. No habían abierto la ventana desde su muerte, y el ambiente era allí cálido y seco. La luna iluminaba el suelo, los rincones y la cama blanca, con sus dos almohadas, una grande y otra pequeña.
El pope Ignacio abrió la ventana, y en la habitación entró el aire fresco, con el olor del polvo, del río próximo y del tilo en flor. Oíase una canción; probablemente cantaban en alguna barca.
Procurando no hacer ruido, acerarse al lecho, se arrodilló y dejó caer la cabeza sobre las almohadas, apoyando los labios en el sitio donde reposaba la cabeza de Vera. Permaneció largo tiempo así. Allá, en el río, la canción se había hecho más vigorosa y sonora; luego se extinguió. Siguió arrodillado, esparcidos sus cabellos por los hombros, y por el lecho.
La luna se había ocultado y el cuarto quedó sumido en oscuridad completa, El pope Ignacio levantó la cabeza y comenzó a murmurar entre dientas, con voz conmovida por amor largo tiempo contenido como si Vera pudiera oírle:
—¡Hija mía querida! ¿Comprendes el significado de esta palabra: "¡hija mía!"? Tú eres mi corazón, mi sangre, mi vida. Es tu viejo padre quien te lo dice...
Sacudían sus hombros los sollozos, y prosiguió hablando, como a un niño:
—Es tu viejo padre quien te suplica, te implora, Varita mía. El, que jamás conoció las lágrimas, llora ahora. Tu dolor es el mío, tus sufrimientos son más que míos. No son ni los sufrimientos ni la muerte lo que me asusta. Pero tú, que eras tan tierna, tan frágil, tan débil, tan mansa, tan tímida... ¿Te acuerdas, una vez, que te pinchaste tu dedito cómo llorabas a lágrima viva? ¡Nena mía querida! Bien sé que me quieres. Todas las mañanas me besas la mano. Dime por qué sufres, y yo aplastaré tu dolor con mis manos. Todavía son fuertes mis manos...
Levantó los ojos implorantes.
—¡Dilo!
Tendió los brazos como en plegaria
—¡Dilo!
Pero en la habitación reinaba un silencio profundo. Oíase, a lo lejos, el silbido prolongado de una locomotora.
El pope Ignacio se incorporó y, retrocediendo hasta la puerta, repitió, una vez más:
—¡Dilo!
Y la respuesta fue un silencio de muerte.
IV
Al día siguiente, después del solitario desayuno, fue al cementerio, por primera vez después de la muerte de Vera. Hacía calor. El cementerio estaba desierto y tranquilo, como si no fuera de día, sino de noche. El pope Ignacio caminaba erguido, y miraba serenamente en torno suyo, no queriendo comprender que no era ya el mismo, que sus piernas se hablan vuelto más débiles, que su larga barba era ya completamente blanca; como nevada.
La tumba de Vera estaba en el extremo del cementerio, donde ya no había senderos de arena. El pope Ignacio se perdía casi entre las colinas verdes, que eran tumbas abandonadas, olvidadas. De vez en cuando, veía monumentos descuidados, rejas abismadas y grandes lápidas sepulcrales, hundidas hasta la mitad en la tierra.
Una de aquellas lápidas cubría la tumba de Vera. Estaba oculta por un montecillo amarillento; pero, en torno suyo, todo verdeaba. Dos árboles mezclaban su follaje en lo alto de la tumba.
Sentado sobre una tumba vecina, el pope Ignacio miró al cielo, donde, inmóvil, estaba suspenso el disco solar, y sintió el silencio profundo, incomparable, que reina en los cementerios cuando no sopla el viento. Este silencio lo inundaba todo, traspasaba los muros e invadía la ciudad.
El pope Ignacio miró la tumba de Vera, la hierba que había crecido allí, y su imaginación se negaba a creer que allí, bajo aquella hierba, a dos pasos de él, estaba su hija. Aquella proximidad parecíale inconcebible; le turbaba profundamente. La que creía desaparecida para siempre, en las profundidades misteriosas del infinito, estaba allí, muy cerca. A pesar de eso, no existía ya ni existiría nunca. Creía que si hallara la palabra mágica, ella saldría de su tumba, bella, grande, como él la había conocido. No sólo ella, sino todos los muertos saldrían de sus tumbas.
Quitóse el sombrero negro, de anchas alas, se alzó los cabellos y susurró:
—¡Vera!
Tuvo miedo de que le hubiese oído alguien y, poniéndose de pie sobre la tumba, miró en torno suyo. No había nadie. Entonces, repitió más alto:
—¡Vera!
Su voz era dura, autoritaria y parecíale extraño que no le respondiera nadie.
—¡Vera!
Llamaba cada vez con mayor insistencia y, cuando callaba, por instantes parecía que alguien, muy bajito, le contestaba. Echóse sobre la tumba, aplicando el oído a la tierra.
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