Los Siete Ahorcados y Otros Cuentos - Андреев Леонид Николаевич - Страница 56
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Salvo la primera noche, cuando, sumido en profundo sueño, lo olvidó todo, Lorenzo Petrovich no dormía ninguna noche, asaltado por un enjambre de pensamientos conturbadores. Con las manos cruzadas bajo la nuca, inmóvil, clavaba la mirada en la lámpara eléctrica, cubierta con una pantalla. No creía en Dios, no tenía apego a la vida y no temía la muerte. Había derrochado todas sus fuerzas vitales estúpidamente, inútilmente, sin ningún placer. Cuando todavía era joven y tenía hermosos cabellos, robaba a su amo; le pegaban cruelmente con frecuencia y odiaba a quienes le pegaban. Convertido en amo, aplastaba con su dinero a la gente baja, pobre y humilde, a la que despreciaba y a quien inspiraba odio y terror. Cuando llegaron la vejez y la enfermedad, comenzaron a robarle a su vez, y si atrapaba a alguien, le pegaba cruelmente, sin compasión. Tal era toda su vida. Estaba llena de odios y de injurias. Las chispas de amor se extinguían en aquel ambiente, dejando tras sí frías cenizas en el corazón. Ahora quisiera aislarse de la vida, encontrar el olvido. Despreciaba su propia estupidez y la de los demás. No admitía que hubiera gentes que amasen la vida, y en sus noches sin sueño volvía con frecuencia la cabeza hacia el lecho donde dormía el chantre. Examinaba largo rato los contornos de su vecino, que roncaba, y se decía, con los labios apretados:
¡Qué idiota!
Luego miraba al estudiante, que también dormía, y rectificaba:
¡Dos idiotas!
Al rayar el día, su alma se sumía en el silencio y su cuerpo hacía, dócilmente, cuanto se le ordenaba. Pero este cuerpo era cada día más débil, y se quedaba como una masa inerte sobre el lecho.
El chantre se debilitaba también. Ya no se paseaba por las salas, rara vez reía; pero cuando el sol inundaba con sus rayos la clínica, empezaba a charlar alegremente, a dar gracias al sol y a los médicos y a hablar de su manzano. Después, entonaba un cántico religioso y su rostro, enflaquecido, se tornaba más sereno y adquiría una grave expresión. Cuando acababa de cantar, se aproximaba a la cama de Lorenzo Petrovich y le contaba, otra vez, los detalles de la ceremonia de su promoción al grado de chantre.
—Me dieron un certificado enorme, así de grande —y extendía los brazos—. Y todo lleno de letras. ¡Había hasta letras doradas!
Alzaba los ojos hacia el icono, se santiguaba y añadía, con respeto para su propia persona:
—Al pie del certificado estaba el sello del mismo obispo. ¡Un sello enorme! ¡Ah, qué hermoso era todo aquello!
Reía contento y feliz, Pero cuando el sol se iba de la sala, ocultándose tras una nube gris, y todo se tornaba triste y sombrío en torno suyo, suspiraba y se metía en la cama.
III
En los campos y los jardines habla nieve todavía, pero las calles estaban despejadas. A lo largo de las casas corrían arroyuelos, formando charcos en el asfalto. El sol inundaba la sala con torrentes de luz y calentaba tanto, que obligaba a esquivar sus rayos ardientes, como en el verano. Y era difícil creer que, tras las ventanas, el aire fuera todavía húmedo y frío. A la luz solar, la sala, con su alto techo, semejaba un angosto rincón, pesado el aire, oprimido por las paredes. El ruido de la calle no penetraba por las dobles vidrieras; pero cuando se abrían las ventanas, por la mañana, la sala se llenaba de repente con los gorjeos alborotados de los gorriones. Ahogaban todos los demás sonidos; se apoderaban de los pasillos, subían las escaleras, entraban impertinentes en el laboratorio. Los enfermos, a quienes se hacía salir al pasillo, sonreían al oír los gritos de los gorriones, y el chantre murmuraba, con alegre extrañeza:
—¡Cómo alborotan los gorriones!
Pero se volvían a cerrar las ventanas, y el ruido moría tan de súbito como naciera. Los enfermos volvían presurosos a la sala, como si aun esperasen oír el eco de aquel ruido, y respiraban ávidamente el aire fresco.
Ahora se acercaban más a menudo a las ventanas, enjugando los cristales con los dedos, aunque estaban limpios. Refunfuñaban cuando les tomaban la temperatura, y no hablaban más que del porvenir. Todos se imaginaban ese porvenir tranquilo y óptimo, hasta el muchachito de la sala 11, al que llevaron a una habitación particular y había desaparecido también. Algunos enfermos le vieron cuando le transportaban sobre su cama, la cabeza hacia adelante; estaba inmóvil, y solamente sus ojos profundos miraban en torno suyo; había tanta tristeza y desespero en sus miradas, que los enfermos volvían la cabeza. Adivinaban que el muchacho había muerto; pero nadie estaba turbado ni asustado, por aquella muerte: allí, como en la guerra, la muerte era un fenómeno trivial y simple.
La muerte se llevó, casi por el mismo tiempo, a otro enfermo de la sala número 11, un viejecito vivaracho, atacado de parálisis. Se paseaba con aire despierto por la clínica, con un hombro hacia adelante, y contaba a todos siempre lo mismo: la historia de la conversión al cristianismo bajo el rey Woldemar el Santo. No se podía comprender por qué esta historia le había conmovido tan profundamente; hablaba muy bajito, de manera incomprensible, entusiasmado, agitando la mano derecha y moviendo el ojo derecho, pues tenía paralizado todo el lado izquierdo del cuerpo. Si se hallaba de buen humor, terminaba su relato con una exclamación triunfal: "¡Dios está con nosotros!" Después se iba presuroso, con una risita confusa, tapándose la cara con la mano derecha. Pero con mayor frecuencia estaba triste y melancólico, y se lamentaba de que no le pusieran un baño caliente, que le hubiera curado por completo; estaba seguro de ello. Unos días antes de su muerte, le dijeron que por la noche le prepararían un baño caliente. Durante todo el día estuvo excitado, y repetía: "¡Dios está con nosotros!" Cuando estaba en el baño, los enfermos que pasaban por allí cerca, le oyeron su voz, eufórica: contaba por última vez al vigilante la historia de la conversión de Rusia al cristianismo bajo el reinado de Woldemar el Santo.
No había grandes cambios en la salud de los enfermos de la sala S. El estudiante Torbetsky mejoraba, mientras Lorenzo Petrovich y el chantre estaban más débiles cada día. La vida y las fuerzas les abandonaban de un modo imperceptible, y no lo advertían, como si fuera cosa natural que no se pasearan ya por la sala y que estuvieran acostados todo el día.
Los doctores venían con regularidad, con sus blusas blancas, y los estudiantes examinaban a los enfermos y cambiaban impresione
Un día llevaron al chantre a la sala de conferencias; cuando regresó, estaba agitadísimo y charlaba sin cesar. Reía nerviosamente, se santiguaba, daba gracias y, de vez en cuando, se: enjugaba los ojos, que los tenía enrojecidos con un pañuelo.
—¿Por qué llora, padrecito? —inquirió el estudiante.
—¡Ah, querido, si usted hubiera visto aquello! ¡Es tan emocionante! Semenio Nicolayevich me hizo sentar en un sillón, se puso a mi lado y dijo a los estudiantes: "¡He aquí al chantre!"
En su rostro se dibujó una expresión grave; pero las lágrimas asomaron de nuevo a sus ojos y, volviendo pudorosamente la cabeza, prosiguió, diciendo:
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