Los Siete Ahorcados y Otros Cuentos - Андреев Леонид Николаевич - Страница 54
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—¡Esta, ésta es su cama! —díjole la enfermera, indicando un lecho alto y limpio.
No era más que un rincón de la sala, pero precisamente por eso le agradó a aquel hombre, agotado por la vida. Como si se librara de alguien, quitóse la blusa y las zapatillas, y se acostó. Desde ese instante, todo cuanto le habla irritado y torturado aquella mañana, perdió su importancia para él. Por su mente, como un relámpago, pasó toda su vida anterior: la enfermedad, traidora, que día tras día devoraba su vigor y sus fuerzas, la triste soledad en medio de gentes ávidas y egoístas, el ambiente de mentira y falsedad, de odio y terror, la huida hasta allí, hasta Moscú. Luego se borró todo, no dejando en su alma más que un dolor sordo. Y, sin que ningún pensamiento le atormentase, Lorenzo Petrovich durmióse con un sueño pesado y profundo. Lo último que vieron sus ojos antes de dormirse, fue un rayo de sol contra la pared. Luego llegó el olvido largo y absoluto.
Al día siguiente, pusieron en su cama, sobre su cabeza, una placa negra con la inscripción: "Lorenzo Koscheverov, comerciante, 52 años, ingresado el 25 de febrero". Placas semejantes había sobre las camas de los otros enfermos de la misma sala. En una se leía: "Felipe Speransky, chantre, 50 años". En la otra: "Constantino, estudiante, 23 años". Sobre las placas negras destacábanse inscripciones hechas con tiza, que recordaban las que se hacen sobre las tumbas: "Aquí, en esta tierra húmeda y helada, yace un hombre".
El mismo día pesaron a Lorenzo Petrovich. Pesó 102 kilos.
—¡Es usted el hombre más pesado de todas las clínicas! —bromeó el practicante.
Era un joven que hablaba y obraba como el médico mismo, porque el azar tuvo la culpa de que no recibiera instrucción universitaria. Esperó a que Lorenzo Petrovich respondiera con una sonrisa, como hacían todos los enfermos cuando el medico les gastaba una broma. Pero aquel enfermo estaba, visiblemente, de mal humor; sus ojos miraban al suelo y sus labios estaban apretados. Ello fue una desagradable sorpresa para el practicante; creía ser un gran fisonomista, y el nuevo enfermo, al ver su cráneo calvo, fue clasificado por el entre las personas de buen humor. Ahora había que clasificarle entre los misántropos. Ivan Ivanovich —este era el nombre del practicante—, pensó que, así y todo, habría que pedirle algún día su autógrafo para juzgar su carácter.
Después de haber sido pesado, los médicos examinaron por vez primera a Lorenzo Petrovich. Llevaban largas blusas blancas, lo cual les daba un aire de mayor importancia aún. A partir de aquel día, le examinaban diariamente una o dos veces, solos o seguidos de estudiantes. Obediente, a su demanda, se quitaba la camisa y tendía en el lecho su enorme humanidad. Los médicos le auscultaban el pecho con una maza de madera y un aparato especial, cambiando observaciones e indicando a los estudiantes tal o cual particularidad. Le preguntaban con frecuencia sobre su vida anterior, y el contestaba dócilmente, por más que aquello le enojara. De sus respuestas se deducía que comía mucho, bebía mucho, le gustaban mucho las mujeres y trabajaba mucho. A cada uno de estos "muchos", el mismo, asombrado, se preguntaba cómo podía haber llevado una vida tan antihigiénica y tan irracional.
Los estudiantes también le auscultaban. Venían con frecuencia, en ausencia de los doctores, y le pedían que se desnudara, unos con resolución y otros tímidamente. Y de nuevo examinaban su cuerpo con interés. Graves y serios, anotaban todos los detalles de su enfermedad en un cuaderno especial. Diríase que él no se pertenecía ya, y durante todo el santo día era accesible objeto de estudio para todos. Obedeciendo a los enfermeros, arrastra pesadamente su cuerpo a la sala de baño, desde donde le dirigían a la mesa en que comían o tomaban e té los enfermos que podían andar,
Le palpaban, le examinaban por todos lados, como jamás habían hecho antes y, a pesar de todo, durante todo el día sentíase profundamente solitario. Parecíale que iba de viaje, que todo aquello era pasajero, como en el vagón del ferrocarril. Las paredes blancas, sin una mancha, los altos techos, no eran como los de una casa donde las personas se instalan por mucho tiempo. El suelo estaba demasiado limpio y brillante, el aire mismo estaba demasiado regulado y no se percibía ninguno de esos olores que se perciben en las casas particulares. Se diría que aquí el aire era indiferente. Los médicos y los estudiantes bromeaban, dándole palmaditas en los hombros, procurando consolarle. Pero después que se marchaban, le parecía que eran empleados de un tren que le llevaba a un destino desconocido. Habían transportado ya millones de hombres y continuaban transportándolos diariamente, y todas sus conversaciones y preguntas se referían solamente a los billetes del tren.
Cuanto más se interesaban por su cuerpo, en mayor soledad se encontraba.
—¿Qué días son de visita? —preguntó una vez a la enfermera, sin mirarla.
—Los domingos y los jueves. Pero el doctor puede autorizarlas también otros días.
—¿Y qué hay que hacer para que no admitan a nadie que venga a verme?
La enfermera, sorprendida, respondió que ello era posible, y él quedó contento. Todo el día estuvo de buen humor; aunque casi no hablaba, escuchaba más benévolo la charla alegre e interminable del chantre enfermo.
El chantre había venido del distrito de Tambov, un día antes que Lorenzo Petrovich; pero ya conocía a los pacientes de las cinco salas que había en aquel piso. Era pequeño y tan delgado que, cuando se quitaba la camisa, se le veían todas las costillas; su cuerpo, blanco y limpio, semejaba el de un muchacho de diez años. Tenía largos y espesos cabellos, medio grises, que formaban un marco demasiado grande para su cara pequeña, de trazos regulares y minúsculos. Al observar que guardaba cierta semejanza con los santos de los íconos, Ivan Ivanovich, el practicante, le clasificó al principio entre los individuos severos e intolerante; pero luego de la primera conversación con él, mudó de opinión y su fe en la ciencia fisonómica quedó quebrantada por algún tiempo.
El padre chantre, como se le llamaba, hablaba con placer, sin ocultar nada, de sí mismo, de su familia y de sus conocimientos; preguntaba sobre los mismos asuntos a los otros, con tan ingenua curiosidad que nadie se ofendía, y le respondían gustosamente. Si alguien estornudaba, gritaba alegremente:
—¡Cúmplanse tus deseos!
Nadie venía a verle. Su enfermedad era grave, pero él no se sentía desgraciado. Trabó conocimiento no sólo con los enfermos, sino con los que visitaban la clínica, y no se aburría. A los enfermos les deseaba, varias veces al día, una curación rápida; y a los sanos, que pasaran el tiempo divertidos. Decía a todo el mundo algo agradable. Felicitaba, todas las mañanas, a sus vecinos por la llegada del nuevo día. Siempre afirmaba que hacía buen tiempo, aunque lloviera o nevara. Al decirlo, reía dulcemente y palmoteaba, entusiasmado, sus rodillas. Daba las gracias a todo el mundo, con frecuencia, sin saber por qué. Habiendo tomado el té al mismo tiempo que Lorenzo Petrovich, le dio las gracias calurosamente.
—¡Qué bueno estaba! —exclamó entusiasmado—. Un verdadero paraíso, ¿no es cierto, padrecito? ¡Gracias por haberme hecho compañía!
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