Los Siete Ahorcados y Otros Cuentos - Андреев Леонид Николаевич - Страница 52
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No sabía lo que era el campo; pero suponía que bien pudiera ser el país en que soñaba. Egoísta, se había olvidado de su amigo Nicolka, que con las manos en los bolsillos estaba a su lado y se esforzaba en mirar descaradamente a Nadieschda. Pero involuntariamente sus ojos expresaban una profunda tristeza: él no tenía madre, y en aquel momento hubiera querido tener una, aunque hubiera sido como aquella comadre gorda. Tampoco él había estado nunca en el campo.
Petka vio por primera vez en su vida la estación, con los trenes que silbaban, que iban y venían haciendo mucho ruido, y los numerosos viajeros que se apresuraban incesantemente; todo esto produjo en él una impresión de asombro; estaba muy excitado y manifestaba una gran nerviosidad.
Como su madre, sentía miedo de perder el tren, no obstante tener que esperar aún su buena media hora hasta la salida. En el coche, Petka estaba constantemente pegado a la ventana, y su cabeza pelada se volvía sobre su delgado cuello como sobre un alambre.
Había nacido y pasado toda su vida en la ciudad y veía el campo por primera vez. Todo era para él nuevo y extraño. Aquí podían percibirse las cosas de muy lejos: el bosque parecía pequeño como la hierba; el cielo, claro y tan vasto como si se le observara desde el tejado. Cuando se volvía hacia el lado donde se hallaba su madre, en el ciclo azul, a través de la ventana de enfrente, nadaban nubecillas ligeras que parecían angelitos blancos.
Petka no podía estar quieto en su sitio: corría de una ventana a la otra, apoyándose confiado, con su manita sucia, en los hombros y en las rodillas de los viajeros desconocidos, que le miraban y sonreían. Un señor que leía un periódico y que a causa del cansancio o del aburrimiento bostezaba sin parar echó una mirada de disgusto sobre Petka. Nadieschda excusó a su hijo.
—¡Dispénsele, señor! Es la primera vez que viaja en tren y eso es lo que le apasiona tanto...
—¡Ah! —dijo el señor con tono indiferente. Y volvió a enfrascarse en el periódico.
Nadieschda le hubiera querido contar que Petka trabajaba en casa de un peluquero desde hacía tres años, que el peluquero le había ofrecido un porvenir y que, dado que ella estaba sola en el mundo y era muy débil, Petka habría de ser un buen sostén para ella cuando fuera vieja o cayera enferma.
Pero el señor parecía de mal carácter y Nadieschda no se atrevió a contarle todo aquello.
A la derecha de la línea férrea se extendía una llanura con colinitas, verdes por la humedad constante. Al borde de esta llanura estaban, como si se las hubiera tirado allí, casitas que parecían de juguete. En la cima de una alta montaña verde, al pie de la cual brillaba como una serpiente de plata un riachuelo, se encontraba una iglesilla, minúscula también como un juguete. Cuando el tren con gran estrépito atravesó, como suspendido en el aire, un puente sobre un río, Petka tuvo un estremecimiento nervioso y se separó de la ventanilla; pero inmediatamente volvió a acercarse temiendo perder el más pequeño detalle del recorrido. Sus ojos no tenían ya la expresión de sueño; las arrugas que los circundaban habían desaparecido. Se diría que alguien había pasado una plancha caliente sobre su rostro borrando las arrugas y poniéndole liso y blanco.
Durante los dos primeros días de la estancia de Petka en el campo su corazoncito tímido estaba abrumado por la riqueza y la fuerza de las impresiones nuevas que caían sobre él de todas partes. Los salvajes de los siglos pasados aturdíanse cuando venían del desierto a la ciudad; este salvaje de nuestros días, arrancado de los brazos de piedra de la ciudad inmensa, se sentía débil e impotente en el campo, en el seno de la Naturaleza. Todo era allí para él vivo, dotado de sentimientos y de voluntad. Tenía miedo del bosque, que se agitaba sobre su cabeza yque era sombrío, pensativa y tan temible en su inmensidad. Amaba los pequeños calveros claros, alegres, verdes, en que parecían cantar todas las flores, y hubiera querido acariciarlas como a hermanas; el cielo aquel le llamaba y le sonreía como una madre. Petka se agitaba estremecido, palidecía, sonreía sin ninguna razón visible y se paseaba graciosamente como un viejo por el extremo del bosque y las orillas del estanque. Cansado, desbordándosele la felicidad, se echaba sobre la espesa hierba algo húmeda como si se bañara en ella. No se veía más que su naricita cubierta de manchas rosáceas, que sobresalía de la superficie verde.
Al principio volvía frecuentemente junto a su madre, se pegaba a sus faldas, ycuando el amo le preguntaba si estaba a su gusto en el campo, respondía con una sonrisa confusa:
—¡Oh sí!
Y se iba de nuevo al bosque sombrío y al agua tranquila turbado y confuso.
Pero dos días más tarde estaba ya en amistad íntima con la Naturaleza. Esta amistad fue facilitada especialmente por un colegial llamado Mitia, que habitaba en la aldea vecina. Tenía el rostro moreno y amarillento como un vagón de segunda clase, los cabellos erizados y casi blancos del todo: tanto los había quemado el sol. Cuando Petka le vio por primera vez estaba pescando con caña en el estanque. Entablaron sin más preámbulo una conversación e inmediatamente se hicieron amigos. Mitia consintió en que Petka tuviera un poco su caña y después le llevó a un sitio donde se bañaron. Petka tenía miedo al agua, pero una vez dentro no hubiera querido salir y hacía por nadar; levantaba su nariz en alto sobre la superficie, fingía ahogarse, batía el agua con las manos agitándola y parecía un perrito que entrara en el agua por primera vez. Cuando se vistió estaba azul de frío, como muerto, y al hablar castañeteaban sus dientes.
A propuesta de Mitia, que era más rico en ideas, exploraron las ruinas del castillo, subieron a un tejado donde habían nacido hierbajos y saltaron por entre los muros hundidos del inmenso edificio. ¡Se estaba allí tan bien! Sin embargo, se veían montones de piedra sobre los que costaba trabajo subir, por todas parte brotaban abedules y otros árboles, reinaba un silencio de muerte y parecía que en algún sitio iba a aparecer un monstruo cualquiera de faz terrible.
Poco a poco Petka comenzó a sentirse en el campo como en su casa. Olvidó completamente hasta la existencia de Osip Abramovich y del salón de peluquería. «Y qué gordo se ha puesto! ¡Se diría que es un comerciante!», decía alegre su madre, gorda también y colorada como un samovar por el calor de la cocina.
Creía ella que Petka tenía tan buen aspecto porque estaba bien alimentado. Pero Petka comía muy poco, no porque no tuviera apetito, sino porque no tenía tiempo. ¡Si se pudiera comer sin masticar, tragar los alimentos de una vez! Pero eso era imposible: su madre comía lentamente, estaba largo rato en la mesa, roía despacio los huesos y hablaba de cosas que no tenían para él ningún interés. Y, sin embargo, ¡tenía tantas cosas que hacer! Tenía que bañarse cinco veces al día, cortar en el bosque una caña de pescar, buscar gusanos, y todo esto necesitaba tiempo. Ahora corría descalzo; esto era mil veces más agradable que llevar botas de pesadas suelas; la tierra tan pronto le acariciaba los pies como se los refrescaba. Se quitó también su usado chaquetón, que le daba un aire tan torpe, y esto le rejuveneció. No se lo ponía más que por las noches, para ir a ver cómo se paseaban en canoa los señores: bien vestidos, alegres, se metían riendo en las canoas, que se balanceaban y se abrían camino en el agua lentamente, mientras los árboles agitados y como sacudidos por el viento se reflejaban en el estanque.
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