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Los Siete Ahorcados y Otros Cuentos - Андреев Леонид Николаевич - Страница 50


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—¡ Bribón! ¡Briboncito!¡Juega otro poco, anda!

Y él jugaba con gran alegría de los espectadores que reían ruidosamente. Estaban muy contentos con él y se quejaban solamente de que Bribónno quisiera hacer valer sus talentos ante las otras personas que acudían a la casa: cuando veía venir a alguien que no era de la familia corría al jardín o se escondía bajo la terraza.

Poco a poco se fue acostumbrando a no preocuparse del alimento; estaba cierto de que a la hora precisa la cocinera le daría de comer, y permanecía esperando en su sitio, bajo la terraza. Ahora él mismo buscaba las caricias. Se había puesto un poco pesado, no le gustaba hacer viajes largos, y cuando los niños le invitaban a acompañarlos al bosque movía diplomáticamente la cola y desaparecía sin que lo notaran. Pero por la noche llenaba concienzudamente sus deberes de guardián y ladraba furiosamente.

IV

Pronto llegó el otoño. Lloraba el cielo con lluvias frecuentes. Las casas de campo iban quedando desiertas, como extinguidas por la lluvia y el viento.

—¿Qué hacer de Bribón? —preguntó pensativa Lelia.

Estaba sentada, teniendo enlazadas con sus manos las rodillas, y miraba tristemente por la ventana, por la que corrían las gotas de la lluvia que acababa de comenzar.

—¿Qué postura es esa, Lelia? Siéntate como es debido —dijo la madre, y añadió—: En cuanto a Bribóntendremos que dejarlo aquí.

—¡Pobrecito!

—¡Qué se va a hacer! En la ciudad no tenemos patio y no se puede tener al perro en las habitaciones.

—¡Pobrecito! —repitió Lelia a punto de llorar.

Sus cejas negras se levantaron como las alas de una golondrina que va a echar, a volar. Mamá dijo:

—Nuestros amigos los Dogayev me han prometido hace mucho tiempo un perrito precioso que sabe hacer una porción de juegos, mientras que Bribónno sabe nada.

—¡Pobrecito! —repitió Lelia, pero renunció a la idea de llorar.

De nuevo llegaron hombres desconocidos y llenaron de ruidos numerosos la casa. Se hablaba muy poco y no se reía en absoluto. Asustado de aquellos hombres, presintiendo alguna desgracia, Bribón huyó a la extremidad del jardín, y desde allí, a través de los setos, miraba fijamente lo que pasaba sobre la terraza y junto a la casa.

—¿Estás aquí, mi pobre Bribón? — dijo Lelia acercándose a él.

Estaba vestida de viaje, con el vestido obscuro que él había desgarrado por un extremo, y con una blusa negra.

—¡Ven conmigo!

Llegaron al camino. La lluvia tan pronto cesaba como volvía a empezar y todo el espacio entre la tierra ennegrecida y el cielo estaba lleno de nubes flotantes. Desde abajo se veía bien hasta qué punto eran esas nubes pesadas e impenetrables a la luz por el agua de que estaban henchidas. El pobre Sol debía aburrirse mucho detrás de aquel espeso muro.

A la izquierda del camino se extendía un campo negro. En el horizonte, que parecía tocarse, se veían grupos aislados de árboles y breñas. A poca distancia había una taberna cubierta con un techo de hierro. Cerca de la taberna un grupo de hombres hacía rabiar al idiota del pueblo.

—¡Dadme un copec! —pedía con voz lastimera.

—¿Y no quieres partir leña? —le respondían burlándose de él.

Se enfadaba y los otros se reían sin gana.

Un rayo de sol atravesó las nubes; era un rayo amarillo y anémico como si el sol estuviera gravemente enfermo. Todo lo envolvía la tristeza de otoño.

—¡Esto es aburrido, mi pobre Bribón! —dijo Lelia, y sin mirar atrás volvió sobre sus pasos.

Hasta que estuvo en la estación no se acordó de que no se había despedido de Bribón.

V

Bribóncorrió mucho tiempo en busca de la gente, llegó hasta la estación y sucio y mojado volvió a la casa desierta. Allí hizo un nuevo juego que no pudo ver nadie: subió por primera vez a la terraza, y enderezándose sobre sus patas traseras miró la casa por la puerta de cristales y aun la arañó con su pata. Pero la casa estaba vacía y nadie le respondió.

Caía una fuerte lluvia. Las tinieblas de otoño descendían sobre la tierra. Llenaron rápidamente la casa desierta, saliendo sin ruido de la maleza y cayendo con la lluvia del cielo sombrío. En la terraza, de donde se había quitado el toldo, lo que la hacía más vasta y extrañamente vacía, la luz se resistió algún tiempo en su lucha contra las tinieblas, iluminando las huellas de los pies sucios; pero pronto la luz cedió.

Llegó la noche.

Y cuando ya no quedaba duda de que todo estaba negro y desierto, el perro lanzó un largo gemido quejumbroso. En el ruido monótono y melancólico de lalluvia añadió una nota lúgubre y desesperada, que penetró en las tinieblas y se extendió por el campo negro y desnudo.

El perro aullaba metódicamente, con insistencia, con la tranquilidad de la desesperación. Quien le hubiera oído habría podido creer que era la negra noche misma quien lloraba la luz extinguida y habría sentido un profundo deseo de estar al calor, cerca del fuego, teniendo estrechamente abrazada contra su corazón a una mujer amada.

El perro seguía ladrando.

Petka en el campo

Osip Abramovich el peluquero colocó la sucia toalla sobre el pecho de su cliente, metiendo las puntas por detrás del cuello de éste, y gritó con voz imperiosa e impaciente:

—¡Chico, el agua!

El cliente, que se miraba en el espejo con mucha atención e interés, como se hace siempre en la peluquería, advirtió en su mentón una verruga más. Esto le afligió un poco; volvió su mirada y vio un delgado bracito de niño que ponía sobre la mesita una tacita con agua caliente. Al mirar hacia arriba vio en el espejo la imagen del peluquero, grotesca y un poco oblicua; notó la mirada dura y amenazadora que echó hacia abajo, sobre alguna cabeza, así como los movimientos de sus labios, que murmuraban por lo bajo algo sin duda muy expresivo. Cuando le ocurría que el que le afeitaba no era el mismo patrón, sino su aprendiz Procopio o Miguel, este murmullo se hacía aún más expresivo, más amenazador.

—¡Aguarda! ¡Ya verás!...

Esto quería decir que el chico no había traído el agua bastante aprisa y que le esperaba un castigo.

—Tanto peor para ellos —pensó el cliente inclinando la cabeza a un lado y observando, arrimada a su nariz, la gran mano llena de sudor, con tres dedos separados y los otros dos tocándole suavemente la mejilla y el mentón, hasta que la mal afilada navaja se llevó con un rechinamiento desagradable la espuma jabonosa y los pelos tiernos de la barba.

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