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Los Siete Ahorcados y Otros Cuentos - Андреев Леонид Николаевич - Страница 40


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Y sin ocuparse ya de Luba se volvió hacia las otras mujeres alzando las manos en alto.

—¡Oídme bien! Os lo voy a mostrar. Mirad mis manos.

Las mujeres, alegres y fatigadas, miraron las manos y esperaron con curiosidad alguna sorpresa.

—He aquí —continuó— que tengo en mis manos mi vida. ¿Lo veis?

—¡Sí! ¿Y bien?

—Era bella mi vida. Era pura y seductora mi vida. Era como un hermoso vaso. Y, sin embargo, mirad, ¡la tiro al suelo!

Hizo un brusco movimiento, y todos los ojos se volvieron al suelo como si buscaran en él los pedazos de un hermoso vaso, de una bella vida humana.

—¡Pisoteadla con vuestros pies! —gritó él—. Más fuerte, hasta que no quede intacto ni un solo pedazo.

Y como niños contentos de haber encontrado un nuevo juego, todas las mujeres, gritando y riendo, se pusieron a pisotear el sitio donde debían encontrarse los pedazos del vaso. Poco a poco se enfurecían. No gritaban, no reían ya. No se oía más que el ruido de los pies y la respiración pesada.

Luba, como una reina ultrajada, observaba esta escena. De pronto, como si lo hubiera comprendido todo, se arrojó como una loca en medio de las mujeres y se puso ella también a pisotear el suelo ferozmente. Se pudiera creer que era una danza cualquiera, de un género especial, sin música ni ritmo.

Él la miraba tranquilo y severo.

En la obscuridad se oyeron dos voces.

La de Luba, fina, sutil, manifestando un poco de miedo, como la voz de toda mujer en la obscuridad, y la voz del hombre, firme, tranquila, como lejana.

—¿Tienes los ojos abiertos? —preguntó la mujer.

—Sí.

—¿Piensas en algo?

—Sí pienso.

Una pausa; después, otra vez la voz de la mujer:

—Cuéntame algo de tus camaradas... si quieres...

—¿Por qué no? Eran...

Hablaba de ellos en pasado como si se tratara de muertos o como un muerto pudiera hablar de los vivos. Hablaba tranquilamente, con indiferencia, como un viejo que contara a los niños un cuento heroico de los tiempos antiguos. Y en las tinieblas de la pequeña habitación, que parecía agrandarse desmesuradamente ante los ojos encantados de Luba, pasaba un puñado de hombres muy jóvenes que no tenían ni padre ni madre, hostiles al mundo, contra el que luchaban como a aquel por el que luchaban. Soñando en el porvenir lejano, en los hombres-hermanos que no han nacido aún, pasan por la vida como sombras pálidas cubiertas de sangre. Su vida es terriblemente corta; todos perecen en el patíbulo, en el presidio o se vuelven locos. Hay entre ellos mujeres...

Luba lanzó un grito de dolor.

—¿Mujeres? ¡Pero qué es lo que dices!

—Sí; muchachas jóvenes, cariñosas. Valientes, desafiando todos los peligros, siguen a los hombres y perecen.

—¿Perecen? ¡Oh, Dios mío!

Y Luba, sollozando, se apoyó en su hombro.

—¿Qué es lo que tienes? ¿Eso te conmueve?

—Esto no es nada, querido. Sigue contando.

Él continuó. Y cosa extraña: a medida que hablaba, el hielo se transformaba en fuego y los tonos fúnebres de su canción de despedida sonaban para Luba como el «hossanna» de una vida nueva, bella y seductora. Le escuchaba ávidamente, con los ojos muy abiertos; sus lágrimas se secaban en seguida como devoradas por el fuego. Cada palabra del hombre era para ella un martillazo que forjaba un alma.

De repente exclamó con una voz nueva, desconocida:

—¡Pero, querido, también yo soy mujer!

—¿Y qué?

—Pues que puedo vivir como ellas... como las mujeres de que me hablas.

Él no dijo nada. Aquel hombre que vivía junto a todos aquellos mártires, que era su camarada, inspiró a Luba tanto respeto que le dio vergüenza de estar acostada así con él en el mismo lecho yde besarle. Se apartó un poco y quitó la mano de su hombro. Y olvidándose de su odio a los puros y a los honrados, de todas sus maldiciones, de los largos años de su vida en aquella casa, se sintió tan conmovida por la belleza de la vida de que él le hablaba, que ahora sólo un temor la martirizaba: que aquellos hombres no la quisieran.

—Di, querido, ¿me aceptarían? ¿O quizá no me querrán? Quizá me digan que no tienen necesidad de mí, de una muchacha perdida, prostituta.

—Sí te recibirán —respondió él tras una corta pausa—. ¿Por qué no?

—¡Oh, qué buenos son!

—Sí son buenos —afirmó él.

—¡Sí, sí! ¡Y cuánto!

Tuvo ella una sonrisa tan feliz, que se diría que las tinieblas se habían iluminado de repente. Luba veía ahora otra verdad que le llenaba de alegría.

—¡Vamos, pues, donde esos hombres! —dijo—. Tú me llevarás allá, ¿no es eso, querido? ¿No te dará vergüenza llevarme desde una casa de lenocinio? Comprenderán cómo tuviste que venir aquí yno te lo reprocharán. Cuando a un hombre le persigue la policía se oculta donde puede... En cuanto a mí haré lo posible por que no sientan el haberme aceptado... Pero ¿no dices nada?

Él seguía callando.

—¿Te da vergüenza llevarme donde esos hombres?

—No iré. No quiero ser bueno.

Un nuevo silencio, como si un gran pájaro negro desplegara sus alas sobre el lecho. Luba se levantó con precaución y descendió al suelo.

—¿Qué haces? —preguntó él.

—Voy a vestirme.

Se vistió y se sentó en la silla. El silencio se hizo tan profundo, que parecía que en la habitación no había nadie.

—Creo que todavía queda un poco de coñac —dijo él—. Toma una copita y vuélvete a la cama...

VI

Era de día ya cuando la policía entró en la casa dormida. Después de largas vacilaciones, causadas por el temor a un escándalo y a la responsabilidad, la dueña de la casa envió a Markuscha el puesto de policía con una relación detallada sobre el extraño visitante y hasta con su revólver. Allí comprendieron en seguida que era él el hombre a quien se buscaba desde hacía tres días; sus últimas huellas se perdían precisamente en aquella callejuela. La policía incluso tenía intención de hacer un registro en todas las casas de lenocinio de aquella calle; pero alguien la había puesto sobre otra pista.

Se previno por teléfono al jefe do policía, y media hora más tarde un gran destacamento de policías y de espías se dirigían hacia aquella casa, en una madrugada fría de octubre. A la cabeza, lleno de angustias y de temor, iba un oficial de policía, hombre de alta talla, ya de edad, cubierto con un abrigo demasiado ancho. Bostezaba nerviosamente y pensaba de mal humor que valdría más llamar en su auxilio a los soldados; que sin soldados era demasiado peligroso atacar al terrorista célebre, solamente con sus torpes policías, que ni siquiera sabían tirar. Se figuraba ya que muy pronto iba a convertirse en una «víctima del deber» muerta por el terrible terrorista, y este pensamiento le daba escalofríos.

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