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Los Siete Ahorcados y Otros Cuentos - Андреев Леонид Николаевич - Страница 26


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Las tinieblas se hicieron más negras; la nube ha pasado sobre sus rostros pálidos y abatidos. Ahora se veían con más frecuencia siluetas sombrías de mujeres sucias y harapientas, como si los precipicios las arrojaran a la superficie. Ya se veía una, ya grupos de dos o tres mujeres. Se oían voces que retumbaban en el aire silencioso.

—¿Qué mujeres son ésas? ¿De dónde vienen? —preguntó Zina con voz dulce y medrosa.

Niemovetsky sabía lo que eran aquellas mujeres y tenía no poco susto adivinando que se encontraban en algún mal lugar muy peligroso. Sin embargo, respondió con gran tranquilidad:

—No sé nada... Sea lo que sea más vale no hablar de ello. No tenemos ya más que atravesar aquel bosquecillo; detrás están las barreras de la ciudad. ¡Es un fastidio que hayamos salido tan tarde!

Ella sonrió recordando que estaban paseando desde las cuatro. Pero viendo sus cejas fruncidas propuso que anduvieran más de prisa, procurando tranquilizarle.

—Tengo sed. El bosquecillo no está lejos. Vamos de prisa.

Cuando entraron en el bosque y se hallaron bajo los arcos silenciosos que formaban los árboles con sus copas la noche era más sombría, pero más serena.

—Déme usted su mano —dijo Niemovetsky.

Ella le dio tímidamente su mano, y este ligero movimiento pareció disipar los crepúsculos. Sus manos estaban inmóviles y no se apretaban. Zina trató de alejarse un poco de su compañero; pero todos sus pensamientos estaban absortos en la sensación de aquel sitio donde se tocaban sus manos. Y de nuevo tuvieron deseos de hablar de la belleza, de la misteriosa fuerza del amor; pero de hablar sin palabras, nada más que con las miradas para no romper el silencio. Querían mirarse, pero no se atrevían.

—¡Todavía hay gente aquí! — dijo alegremente Zina.

III

En un calvero donde había más claridad veíanse tres hombres sentados alrededor de una botella vacía guardando silencio; espiaban a los que pasaban. Uno de ellos, rasurado como un actor, se echó a reír y a silbar de una manera provocativa, como diciendo: «¡Toma, toma!» Niemovetsky sintió su corazón oprimido por la angustia; pero siguió derecho el sendero, que pasaba precisamente al lado de aquellos hombres misteriosos. Éstos esperaron; tres pares de ojos miraron en la obscuridad inmóviles y hostiles. Y sintiendo en sí un vago deseo de atraerse las simpatías de aquellas gentes taciturnas y harapientas, cuyo silencio estaba preñado de amenazas, deseando hacerles comprender su impotencia y despertar en ellos la compasión, les preguntó:

—¿Es éste el sendero que conduce a la ciudad?

Pero no respondieron. El rasurado silbó de una manera rara, burlona; los otros dos miraron con una mirada sombría, amenazadora y fija. Estaban borrachos, malintencionados, sedientos de amor y destrucción. Uno de los hombres, de carrillos rojos, hinchados, se alzó sobre sus codos; luego, torpemente, como un oso al apoyarse sobre sus patas, se puso en pie respirando con dificultad. Sus camaradas le dirigieron una mirada rápida y en seguida se volvieron todos hacia Zina mirándola con fijeza.

—Tengo mucho miedo —dijo ella muy bajo.

Niemovetsky se pudo percatar de ello por el modo de agarrarse a su brazo. Procurando aparentar tranquilidad y sintiendo la fatalidad de lo que iba a pasar echó a andar con largos y firmes pasos. Sentía sobre su espalda tres pares de ojos. Le acometió al principio la idea de correr, pero comprendió que sería inútil.

—¡Y esto es un caballero! —dijo con menosprecio.

El tercero del grupo era calvo y tenía una barba roja.

—Él no vale nada, pero la señorita no está del todo mal, a fe mía. Es un buen bocado.

Los tres se echaron a reír con una risa falsa y descortés.

—¡Permítame usted, señor! ¡Nada más que dos palabras!—dijo el más alto con voz de bajo mirando a sus camaradas.

Los otros se levantaron.

Niemovetsky siguió andando sin volverse.

—¡Hay que contestar cuando se pregunta! —dijo el rojo severamente—. Por lo menos cuando no quiere uno que le rompan el alma.

—¿Lo has oído? — gritó el calvo lanzándose hacia ellos como un loco.

Una mano fuerte asió el hombro de Niemovetsky y le sacudió. Al volver la cabeza vio muy cerca de su cara dos ojos redondos, de una expresión terrible. Estaban tan próximos que parecía que le miraban a través de una lupa; hasta distinguía perfectamente las venículas rojas sobre lo blanco del ojo y el pus amarillo sobre las pestañas. Soltando la mano inmóvil de Zina metió la suya en el bolsillo buscando su portamonedas y balbuceó:

—¿Quieren ustedes dinero?... Aquí está... tengan...

Los ojos redondos tuvieron una expresión de disgusto.

Niemovetsky volvió la cabeza; en este momento el alto echó un paso atrás y le dio un puñetazo debajo de la barba. El golpe fue inesperado. La cabeza de Niemovetsky cayó hacia atrás, chocaron sus dientes; su gorro le tapó primero la cara y luego rodó por tierra. Niemovetsky perdió el equilibrio y cayó de espaldas. Zina, aturdida, echó instintivamente a correr con toda sus fuerzas. El rasurado lanzó un grito agudo y corrió tras la muchacha. Niemovetsky apenas se levantó del suelo recibió otro golpe terrible en la nuca. Era él solo contra dos; solo, tan débil, sin costumbre de luchar; pero no se desanimó: con todas sus fuerzas mordió, arañó las manos de sus adversarios como las mujeres, llorando de rabia en lucha desigual y desesperada.

Pronto se agotaron sus fuerzas. Le levantaron en peso y le llevaron. En los primeros momentos se resistió aún; pero como la cabeza le dolía horriblemente; dejó de comprender lo que pasaba a su alrededor y, sus brazos se balanceaban a cada paso. La última cosa que vio fue un mechón de barba roja que casi se le metía en la boca; luego, a través de las tinieblas del bosque, la silueta de la pobre joven perseguida por el rasurado. Corría con todas sus fuerzas, silenciosa, sin gritar.

Sus dos adversarios, después de haber arrojado a Niemovetsky por el terraplén, permanecieron un momento en lo alto prestando oído a lo que pasaba en el fondo. Pero sus miradas se volvieron hacia el lado del bosque por donde huía Zina. Pronto se oyó un grito terrible, ahogado, de mujer; después fue el silencio.

El alto, furioso, gritó:

—¡Crápula!

Y echó a correr en línea recta a través de las ramas, como un oso.

El rojo le siguió, gritando con voz aguda:

—¡Yo también! ¡Yo también!

Era más débil que el otro y se sofocaba. Durante la lucha había recibido una patada en la rodilla, y el pensamiento de que sería el último en violar a la muchacha, a pesar de haber sido el primero que tuvo la idea, casi le volvía loco. Se detuvo un instante, se frotó la rodilla con la mano, se sonó con fuerza, metiendo el dedo en la nariz, y echó nuevamente a correr gritando:

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