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Los Siete Ahorcados y Otros Cuentos - Андреев Леонид Николаевич - Страница 24


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—Sí, sí. Lo comprendo. Id juntos. Otro abrazo, Musia.

Esta vez no se opuso «el Gitano».

—Abrazaos, abrazaos —dijo—. Eso está bien. Hay que despedirse como Dios manda.

Musia y «el Gitano» echaron a andar. La muchacha avanzaba despacio, con precaución, e instintivamente se recogía la falda. Su compañero, sosteniéndola vigorosamente por un brazo y tanteando el terreno con el pie, la conducía a la muerte.

Las lucecitas volvieron a quedar inmóviles. En derredor de Tania Kovalchuk no había nadie, no se oía nada; ni siquiera hablaban los soldados, cuyas grises siluetas surgían débilmente iluminadas por la indecisa luz del amanecer.

Dio Tania un hondo suspiro y dijo:

—Me he quedado sola. Ha muerto Serguéi, ha muerto Verner, ha muerto Vasia... Me han dejado sola. Ya lo veis, soldaditos, ¡estoy sola! ¡Sola...!

El sol se elevaba sobre el mar. Los cadáveres fueron metidos en cajas. En seguida se los llevaron de allí. Con los cuellos alargados y los ojos fuera de las órbitas; las azuladas lenguas, colgando como monstruosas flores de un mundo de pesadilla, surgían entre la espuma sanguinolenta de los labios, recorrían nuevamente aquellos cuerpos el camino que poco antes anduvieron vivos.

La nieve seguía tan blanca, el aire seguía tan aromoso, tan fresco, tan puro. Sobre la blancura de la nieve se destacaba, en fúnebre contraste, la nota negra del chanclo que perdiera Serguéi.

De este modo saludaban los hombres al sol naciente.

El abismo

I

El día tocaba a su fin. Caminaban los dos sin dejar de hablar y habían perdido la noción del tiempo y del camino. Ante ellos, sobre una colina, había un bosquecillo.. El sol, pasando entre las hojas, parecía un ascua que doraba el polvo. Estaba tan próximo y era tan vivo que todo parecía haberse desvanecido alrededor; no se veía más que a él. Su luz ardiente hacía daño a los ojos. Ellos retrocedieron en su camino. Todo se extinguió de pronto y ahora se veía más neto, más claro y más tranquilo. A lo lejos, poco más de un kilómetro, el ocaso rojo caía sobre el alto tronco de un pino y ardía en el follaje como una bujía en un cuarto obscuro. El camino estaba velado de rojo y cada piedra proyectaba una larga sombra negra.

La hermosa cabellera rubia de la muchacha, clareada por los rayos del sol, parecía una corona de oro. Un cabello fino y rizado se balanceaba en el aire como un dorado hilo de araña.

Ya no se veía claro; pero la conversación continuó, siempre en el mismo tono. Dulce, franca y amistosa se deslizaba como las aguas de un sereno manantial. El tema era la fuerza eterna, la belleza y la inmortalidad del amor.

Ambos eran muy jóvenes aún: ella no tenía más que diecisiete años; él, Niemovetsky, tenía cuatro años más, y los dos llevaban el uniforme de colegiales: ella, un sencillo vestido gris, del Liceo; él, un bonito traje de estudiante de la Escuela Politécnica.

Como el tema mismo de su conversación, todo era en ellos joven, bello y puro: sus talles esbeltos y flexibles como a merced del aire, sus pasos ligeros, sus voces frescas dulces y soñadoras. Hasta cuando hablaban de las cosas más simples sus voces parecían un arroyo en noche serena de primavera cuando la nieve no ha desaparecido aún del todo en los campos obscuros.

Siguieron el camino sin saber adónde los conducía, proyectando en la tierra dos largas sombras, que tan pronto se aminoraban como se confundían en una sola sombra larga como la de un álamo. Absortos en la conversación no veían sus sombras. El joven miraba sin cesar el bello rostro de la muchacha iluminado por los lindos colores tiernos del sol poniente. Ella, con la cabeza ligeramente baja, miraba al suelo, empujando las piedrecillas con su sombrilla y contemplando la punta de su botina, que suavemente pisaba la tierra.

Un canalillo con los bordes derruidos, lleno de polvo se interpuso en su camino, y ambos se detuvieron. Zina levantó la cabeza, y mirando a su alrededor con ojos velados preguntó:

—¿Sabe usted dónde estamos? Yo nunca he estado aquí.

Él examinó aquel lugar con atención.

—Si, lo sé. Allí, detrás de aquella colina está la ciudad. Déme su mano, voy a ayudarla a saltar.

Tendió su mano, pequeña y blanca como la de una muchacha. Zina, llena de alegría, hubiera querido saltar sola por encima del canalillo, correr como una chicuela gritando: «¡A que no me pillas!», pero no se atrevió. Con una inclinación grave de reconocimiento bajó la cabeza, tendiéndole tímidamente la mano, que conservaba aún las formas tiernas de una mano de niño. Él hubiera querido apretar muy fuerte aquella manita temblorosa, pero no se atrevió tampoco y se limitó a tender la suya inclinándose respetuosamente y desviando modestamente la mirada cuando la muchacha al subir dejó entrever su pierna.

Continuaron andando y hablando; pero no podían olvidar el dulce momento en que sus manos se habían tocado. Ella sentía aún el calor de su palma y de sus tuertos dedos; esto le era muy agradable y al mismo tiempo molesto; él sentíase feliz por haber tocado la piel fina de aquella manita y haber visto la silueta negra de aquel zapatito que tan gentilmente calzaba su pie diminuto.

Había algo turbador en todo aquello; pero, por un esfuerzo inconsciente de voluntad, él sabía dominar aquella sensación.

Estaba muy alegre y era tan feliz que tenía ganas de cantar, de tender al cielo los brazos y de gritar a la muchacha: «¡Corra usted, que la voy a pillar!...»; esta antigua fórmula del amor primitivo en medio de los bosques y de las ruidosas cascadas. Tenía casi ganas de llorar de felicidad. Sus largas sombras extrañas desaparecieron, el polvo de la atmósfera se hizo gris y frío; pero ellos no notaron estos cambios. Los dos habían leído buenos libros, y las imágenes de gentes que amaban, sufrían y perecían en nombre del amor puro e ideal pasaban ante sus ojos. Recordaron trozos de poesías leídas en otros tiempos, poesías que cantaban el amor, llenas de armonía y de dulce tristeza.

—¿No recuerda usted de quién son estos versos? —preguntó Niemovetsky rebuscando en su memoria:

«Y aquella a quien yo amo está de nuevo cerca de mí y aun no sospecha nada ni la inmensidad de mi tristeza, ni mi ternura, ni mi amor, del que jamás le hablé...»

—No —respondió Zina.

Y repitió melancólicamente las últimas palabras de la poesía:

«de mi tristeza, ni mi ternura, ni mi amor...»

—«Ni mi amor» —exclamó involuntariamente, como un eco, Niemovetsky.

Y continuaron evocando las jóvenes puras y blancas como azucenas, vestidas con negras ropas de monja, que vivían una vida aislada en la tristeza de los parques llenos de hojas secas en otoño y que amaban su tristeza; evocando hombres soberbios, enérgicos, pero que sufrían soñando en el amor y en el tierno afecto de la mujer. Las imágenes que evocaban en su memoria eran tristes; pero en esta tristeza el amor aparecía más claro, más puro. Inmensa como el universo, luminoso como el sol, bello y divino como arte esplendoroso, nada había en el mundo ni más fuerte ni más bello.

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