Los Siete Ahorcados y Otros Cuentos - Андреев Леонид Николаевич - Страница 19
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—¡Mis queridos compañeros! —murmuró, vertiendo amargas lágrimas—. ¡Pobres amigos míos!
¿Por qué misteriosa senda había pasado desde el sentimiento de altanería y de independencia salvaje, ilimitada, hasta aquella compasión tierna y ardiente? Ni lo sabía ni quería pensar en ella. ¿Es que le daban lástima sus amigos, o tras sus lágrimas había otro sentimiento aún más alto y apasionado? Su corazón, renaciendo florido, no lo sabía. Continuaba llorando y exclamando:
—¡Queridos amigos míos! ¡Mis buenos compañeros!
Nadie, en aquel hombre que lloraba copiosamente y que sonreía a través de sus lágrimas, hubiera reconocido al impasible yaltivo Verner: ni sus jueces, ni sus compañeros, ni él mismo.
XI Camino de la muerte
Antes de meterlos en los coches habían juntado a los cinco condenados en una sala de vastas proporciones y muy fría, donde les permitieron hablar entre sí.
Tania Kovalchuk fue la única que aprovechó la autorización en seguida. Los demás, sin proferir una palabra, se apretaron fuertemente las manos, frías como el hielo en unos, y ardientes como el fuego en otros; y callados, formaron un extraño grupo, en que cada cual procuraba no mirar a los demás. Acaso temían que sus ojos revelasen la crisis que acababan de pasar.
No pudieron, con todo, evitar que una o dos veces se cruzasen sus miradas, y acabaron por tranquilizarse y hasta sonreír. Ninguno se alteró lo más mínimo, o, por lo menos, a ninguno se le notó alteración. Hablaban y se movían de un modo singular, como autómatas. A veces se les atragantaban las palabras, o las repetían, o dejaban truncada una frase, creyendo que la habían dicho entera. Miraban las cosas sin verlas, como miopes que de repente pierden los lentes. A veces volvían bruscamente la cabeza, como si alguien los llamase; pero lo hacían sin siquiera darse cuenta. Musia y Tania tenían las mejillas y las orejas ardiendo; Serguéi, que al principio se hallaba algo pálido, recobró su aspecto normal.
El que más atraía la atención de todos era Vasili. Aun allí había en él algo extraordinario e inquietante. Verner, muy emocionado, murmuró al oído de Musia:
—¿Acaso él, Musia, acaso él...? Habrá que hablarle.
Vasili, que tenía los ojos fijos en Verner, los bajó al suelo.
—¿Qué hay, Vasia? ¿Qué te ocurre? Pronto acabará todo, hombre; no te apures. Hay que tomarlo con filosofía, ¡que diablo!
No replicó Vasili por el momento, mas al cabo de algunos segundos repuso con voz tan sorda y remota que, más que humana, parecía de ultratumba:
—No es nada. Estoy tranquilo.
Y a poco repitió: —Estoy tranquilo.
Verner, muy satisfecho, exclamó: —¡Bien, chico, bien! ¡Así me gusta!
Pero tropezó con la mirada de Vasili, que parecía hundida en honda contemplación interior, y se preguntó con angustia: —¿Dónde está? ¿Desde dónde me mira?
Y exclamó con ternura: —Vasia, ¡cuánto te quiero!
—También yo a ti —replicó Vasili trabajosamente.
De pronto, Musia tomó la mano de Verner, y con un gesto de admiración casi teatral dijo:
—¿Qué te ocurre, Verner? ¡Tú, que nunca has dicho a nadie que le quieres! ¿Por qué estás tan radiante y tan amable?
Con tono y ademán teatrales asimismo contestó Verner, apretando la mano a Musia:
—Sí, a todos os quiero. No se lo digas a nadie, porque me da vergüenza; pero os quiero mucho.
Encontráronse sus miradas, y eran tan radiantes, que todo en torno suyo parecía obscurecerse, como junto al fulgor del relámpago todo se hunde en tinieblas.
—¿Sí? —preguntó Musia—. ¿De veras, Verner?
—Sí, Musia, sí. De veras.
Luego, Verner, con los ojos aún brillantes, trémulo de emoción, se dirigió a Serguéi Golovin.
—¡Serguéi! —llamó.
Pero quien le contestó fue Tania Kovalchuk. En pleno éxtasis, casi llorando de orgullo maternal, díjole, al tiempo que tiraba de un brazo de Serguéi:
—Pero ¿tú ves esto, Verner? Yo, atormentándome por él, llorando por su causa, y él entretenido en hacer gimnasia.
—¿Sistema Müller?
Serguéi frunció el ceño y replicó, algo azorado:
—No sé de qué te ríes, Verner. Tengo la seguridad de que...
Sin dejarle acabar, rompieron todos a reír. Poco a poco, cobrando ánimos y fuerzas en la mutua comunicación, volvieron a ser lo de siempre. Tanto, que ellos mismos creían no haber cambiado nunca.
De pronto, Verner dejó de reír y dijo gravemente:
—Tienes razón, Serguéi; tienes razón de sobra.
—¡Ah! ¿Comprendes? —replicó Golovin, satisfecho—. Claro está que nosotros...
Tampoco esta vez pudo terminar la frase, pues en aquel momento fueron a buscarlos para conducirlos a los coches; tan amables fueron con ellos, que les permitieron ir por parejas. En general, los empleados de la cárcel solían tratarlos con mucha benevolencia, alguna vez exagerada; acaso fuese para probar que, a pesar de todo, tenían sentimientos humanitarios; quizá para demostrar que en aquello no tenían ellos arte ni parte y que sólo obedecían a una necesidad inexcusable. Todos estaban muy pálidos.
—Musia, tú con Vasili —ordenó Verner, señalando a éste, que permanecía inmóvil.
—Muy bien —asintió Musia—. ¿Y tú?
—¿Yo? Ya veremos. Tú, con Vasili; Tania, con Serguéi... Bueno, yo iré solo; ya sabes que yo puedo ir solo.
El aire tibio y húmedo del patio les acarició el rostro y les penetró suavemente, con lo que sus ideas se hicieron más claras.
Las gotas del deshielo que de los canalones se desprendían, chocaban sonoramente en las baldosas. De vez en cuando, alguna más gruesa que las demás se destacaba del conjunto, como la voz de un «divo» en un concertante; mas luego volvía la cantilena a su tono uniforme.
Las luces eléctricas expandían un halo sobre la ciudad e iluminaban tenuemente los tejados de la fortaleza.
Del pecho de Serguéi Golovin se escapó un hondo suspiro.
—¡Ah! —exclamó; y como si sintiese derrochar aquel aire tan puro, contuvo luego la respiración.
—¡Qué noche más hermosa! —dijo Verner—. ¿Hace mucho que reina tan buen tiempo?
—Ayer y hoy nada más —le contestaron los guardianes con amable solicitud—. Hasta ayer ha hecho mucho frío.
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